El feed manda. La clase política sigue hablando sola

Jorge Camargo

Jorge Camargo

Editorial

Si en la primera parte la pregunta de la primera entrega era: ¿dónde están los menores de 30?, la segunda es más incómoda: en México sí están consumiendo información pública, pero no en el formato que la política cree ni en los lugares donde se siente cómoda, y eso es tanto como la pérdida del control de la narrativa.

El Digital News Report 2025 del Reuters Institute dibuja una pista clara: en México, las redes dominan el acceso cotidiano a noticias, y las plataformas que más se usan para informarse no son nuevas, pero sí son implacables con lo que suena a spot. Facebook sigue siendo la red número uno para noticias (52%), YouTube ya está en el segundo lugar (35%) y WhatsApp en el tercero (28%). TikTok, con 24%, crece rápido. Y el dato que debería dolerle a cualquier partido: la confianza agregada en “la mayoría de las noticias la mayor parte del tiempo” se mantiene baja (36%).

Con ese piso de confianza, la clase política insiste en hablar como si todavía controlara el micrófono. Pero el micrófono ya no es suyo: es del feed y éste no lo comprende.

Hay algo más: México aparece entre los países donde más gente dice preferir ver la noticia en línea antes que leerla o escucharla. Esto no es una curiosidad tecnológica, es un cambio de gramática. Significa que la persuasión se juega en segundos, en una miniatura, en la manera de contar y de mostrar. Significa también que la audiencia llega con el pulgar listo para irse.

Aunque se diga lo contrario, las cifras no mienten. El gobierno presume la audiencia de su canal digital, pero en realidad son modestas en un ecosistema donde los grandes creadores compiten por decenas de millones. En otras palabras: no es un fenómeno juvenil, es un público politizado que ya estaba ahí.

Aquí el lector debe prestar atención: creer que “si hago un live, ya hablé con jóvenes”. No. Un live puede ser un monólogo largo en HD, como ocurre.

El reto no es sólo técnico: es ético. En un ecosistema donde mucha gente desconfía y donde crecen los comentaristas patrocinados, el incentivo natural es gritar más fuerte, simplificar más, polarizar mejor. La clase política ha decidido continuar por esa ruta y ha perdido la narrativa.

Porque lo que está en disputa es la capacidad de una generación para reconocer hechos, distinguir propaganda y exigir resultados. Hoy se comunica propaganda.

El propio INE lleva años midiendo el termómetro de la abstención: en 2018, los rangos menos participativos fueron los de 19 a 34 años, mientras que los más constantes se concentran en edades mayores (por ejemplo, de 60 a 74, con participaciones superiores a 72 por ciento). Si el segmento joven se mantiene como el que más se ausenta, no es porque “no entienda la democracia”, sino porque no encuentra motivos para regalarle su tiempo a discursos que suenan a déjà vu del PRI.

La Encuesta Nacional de Cultura Cívica 2020 pone la herida en números: entre 20 y 29 años de edad, más de la mitad está de acuerdo con la frase “los partidos políticos no sirven para nada”. Y la investigación académica que analiza la ENCUCI subraya algo igual de incómodo: el grupo de 15 a 24 es el menos interesado en los temas de la agenda nacional. No es una generación sin preocupaciones; es una generación con prioridades claras que no se ven representadas y que ya aprendió a desconfiar de la promesa sin comprobante.

Traducción brutal para campañas: cada discurso político compite contra el botón de “saltar”, contra el meme y contra el fact-check de la tribu digital. Si la clase política quiere enganche, tiene que dejar de pedir fe y empezar a ofrecer evidencia: compromisos medibles, con plazos, seguimiento público y la valentía de responder —en el mismo feed— las preguntas que no se controlan.

Porque lo que acontecerá es la normalización del cinismo como identidad generacional.