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La aritmética de la revocación de mandato

Javier Aparicio

Javier Aparicio

En columnas anteriores he discutido algunos problemas de la figura de revocación de mandato presidencial, introducida en la Constitución apenas en diciembre de 2019, y cuya ley secundaria apenas está siendo discutida en las cámaras: ¿es sensato remover a un presidente con base en una ley promulgada apenas unos meses antes? Hoy me ocupo de otros problemas.

Como sabemos, la única vía para activar la revocación de mandato presidencial es mediante la solicitud de por lo menos un tres por ciento de la lista nominal de electores: poco más de 2.68 millones ciudadanos que, además, deben provenir de al menos 17 entidades y que representen, como mínimo, el tres por ciento de la lista nominal de cada una de ellas. Es decir que activar un proceso revocatorio implica un importante esfuerzo de acción colectiva. A diferencia de otras figuras de democracia directa, como la consulta popular, la iniciativa ciudadana, incluso las candidaturas independientes, tiene cierto sentido que una revocación de mandato requiera umbrales mayores para ser activado. La revocación es una solución límite o de última instancia en un régimen presidencial, caracterizado por un periodo fijo de gobierno.

La aritmética de los votos y las opiniones de una revocación de mandato también puede ser bastante incómoda. Considere un escenario hipotético en el que los últimos tres presidentes constitucionales de México hubieran sido elegidos con la figura de revocación de mandato. En 2006, Felipe Calderón fue elegido presidente por poco más de 15 millones de votos con una lista nominal de 71.3 millones de electores: 21% de la lista nominal le dio la presidencia. Cuatro años más tarde, un 20%  de la lista nominal (es decir, la mitad más uno del umbral de 40% de participación requerido por la constitución) podrían haberlo removido. En 2012, Peña Nieto fue elegido con 19.158 millones de votos de una lista nominal de 79.4 millones de electores: 24.1 por ciento de la lista. Cuatro años más tarde, otro 20% de la lista nominal pudo haberlo removido.

En 2018, López Obrador fue elegido con 30.113 millones de votos de una lista nominal de 89.3 millones de electores: 33.7% del electorado. Pues bien, el año próximo, un 20% de la lista nominal podría removerlo. Estos tres ejemplos hipotéticos ilustran como sería posible que una quinta parte del electorado remueva a presidentes que fueron elegidos por una proporción mayor del electorado.

Ahora bien, supongamos que la revocación de mandato prospera al contar con la mayoría absoluta de al menos un cuarenta por ciento del electorado del país. Otro problema no menor es que, si la revocación prospera en un sexenio cualquiera, esto implicaría contar con cuatro presidentes en un periodo de poco más de dos años: el mandatario saliente, el provisional (es decir, quien ocupe la Secretaría de Gobernación), el presidente sustituto —designado por una mayoría absoluta del Congreso de la Unión para concluir el sexenio—, y el nuevo presidente constitucional elegido en las urnas. Frente a este escenario, surgen varias preguntas: ¿Qué tan malo debe ser un gobernante para que se justifique tal nivel de inestabilidad política en tan poco tiempo? ¿Cuánta legitimidad puede tener un presidente sustituto designado por el Congreso? En el contexto nacional actual, ¿de qué sirve remover a un presidente cuando su partido cuenta con la mayoría de ambas Cámaras?

Por último, supongamos que la revocación no prospera y el presidente en turno (el que tenemos ahora o cualquier otro del futuro) es ratificado en el poder. Sin duda él y su partido resultarían fortalecidos con miras a las elecciones presidenciales que ocurrirán dos años más tarde. Si un presidente tiene más entusiasmo por activar un proceso revocatorio que la oposición partidista o de la sociedad civil, ¿estamos frente a un mecanismo de control democrático o una estrategia de propaganda?

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