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La desgastante polarización

Ivonne Melgar

Ivonne Melgar

Retrovisor

Al cumplirse el primer año de gobierno, destaca el sostenido camino de polarización política que el Presidente tomó.

En contraste, resulta evidente la energía personal que Andrés Manuel López Obrador canalizó para atemperar las tensiones que, en otros tiempos, caracterizaron su relación con la élite empresarial. 

Además de buscar el acuerdo con el poder económico, la Cuarta Transformación se distingue de otros gobiernos de izquierda en América Latina por el denodado esfuerzo de aplicar con Estados Unidos y Donald Trump una política de amor y paz.

Y al renunciar al ejercicio de la fuerza militar del Estado para enfrentar al crimen organizado, la polarización que el Presidente encabeza es de naturaleza netamente política.   

Se trata de una polarización que trasciende a los partidos porque incluye a los organismos autónomos, a la sociedad civil organizada, a los intelectuales y a la prensa. 

En esa confrontación, el presdiente Andrés Manuel López Obrador ha sido consistente e inflexible, rompiendo el balance de contrapesos al poder gubernamental que se venía construyendo en los últimos 30 años.

Es un hecho que la Cuarta Transformación ha sido exitosa en marginar y estigmatizar en bloque a esos contrapesos que, también en bloque, acotaban al Ejecutivo federal en turno y habían ido reduciendo los tentáculos del presidencialismo.

Pero, gracias a 30 millones de votos y a su liderazgo, el Presidente está dinamitando ese bloque que tenía en el Congreso a su principal pista de aterrizaje tanto en la aprobación de leyes como en el nombramiento de los integrantes de organismos autónomos y de las instancias del Poder Judicial.

Es cosa de recordar cómo se dio el engranaje de los componentes del bloque en la fundación, rediseño y puesta en marcha del Instituto Federal Electoral (IFE) y después Instituto Nacional Electoral (INE); de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH); del Instituto Nacional de Acceso a la Información y Datos Personales (Inai); del desaparecido Instituto Nacional de Evaluación Educativa (INEE); la Comisión Reguladora de Energía (CRE); y el estancado Sistema Nacional Anticorrupción, entre otros.  

En todos esos casos, la oposición partidista, representada en diputados y senadores, y el gobierno en turno protagonizaron procesos de negociación, acotados, presionados y hasta catalizados por organizaciones de la sociedad civil que encontraron en los medios de comunicación una plataforma de resonancia.

De ese engranaje surgieron la Ley 3 de 3; el freno a la Ley de Seguridad Interior y a la postulación de Raúl Cervantes para la Corte como “ministro carnal”. Ejemplos recientes de cómo el citado bloque modificó la ruta trazada en Los Pinos.

Pero con el triunfo de la coalición Morena-PT-PES, Andrés Manuel López Obrador consiguió una mayoría legislativa de la que está haciendo un fructífero uso para romper ese bloque de contrapesos, con la designación de incondicionales en los organismos autónomos que antes fueron espacios de cuotas partidistas.

Es cierto que ese criticado modelo cayó en excesos, pero también lo es que ese reparto de cuotas correspondía a una representación política real, la de una sociedad plural como la nuestra.

Por el contrario, ahora atestiguamos el afán cotidiano por acorralar a los componentes de ese bloque, sea la satanizada prensa fifí: los desdeñados expertos que, según el presidente Andrés Manuel López Obrador, sólo eran independientes del pueblo; o activistas del movimiento de víctimas que, como Javier Sicilia, le producen flojera.

El problema de ese modelo de confrontación es que el acorralamiento a los llamados adversarios también desgasta a los operadores de la Cuarta Transformación, sea la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, los jefes de las bancadas de Morena, el diputado Mario Delgado y el senador Ricardo Monreal, o la dirigente del partido, Yeidckol Polevnsky.

Porque no es anecdótico ni gratuito el golpeteo entre los morenistas, desgastados como artífices de la polarización que se dicta desde el interior de Palacio Nacional.  

Es un secreto a voces el cansancio de funcionarios y de legisladores –a los que incluso les ha tocado el rol de porros– en esta dinámica que alcanzó su mayor éxito con la designación de Rosario Piedra  al frente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.

Un éxito amargo que contaminó el clima del Senado, donde la próxima elección entre Margarita Ríos Farjat y Ana Laura Magaloni para la vacante de la Corte podría atorarse en esa polarización que inhibe acuerdos y mina la confianza para construirlos.

Porque al cumplirse el primer año de gobierno, la confrontación terminó por imponerse entre los senadores morenistas afines a Ricardo Monreal y los aglutinados en torno a Martí Batres, políticos profesionales atrapados en los incentivos del pleito que, hay que decirlo, no son los incentivos de la política ni los de la gobernabilidad.

 

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