Por Marisol Escárcega
El feminicidio de Ernestina Ascencio Rosario es uno de esos casos que se quedan en la memoria para siempre, al menos en la mía. Su caso significa para mí, impotencia, injusticia, dolor, impunidad, corrupción. Su nombre, resistencia, digna rabia, resilencia… resistencia.
Ernestina Ascencio, indígena náhuatl de 73 años, fue víctima de una violación tumultuaria y tortura por parte de elementos del Ejército (se habla de entre cuatro y 11), que le provocaron lesiones que derivaron en su muerte el 26 de febrero de 2007.
Su historia es de ésas que llenan de rabia, porque todo el sistema le falló: autoridades locales, estatales, federales, incluso la CNDH. Su familia vivió un infierno desde que Ernestina fue atacada.
Y es que, debido a la lejanía donde vivía (sierra de Zongolica, en Veracruz), su familia tardó más de 10 horas en llegar a un hospital, para entonces, el daño que sufrió era irreversible y poco después falleció. El dictamen médico indicó que la muerte fue a consecuencia de una infección en intestinos e hígado, que presentaba diversas huellas de tortura y perforación del recto.
La familia, que evidentemente buscó justicia, encontró la puerta cerrada de las autoridades estatales, entonces encabezadas por Fidel Herrera.
En tanto, la Defensa se apresuró a decir que varios “delincuentes” utilizaron prendas militares y que fueron ellos los responsables de lo ocurrido. La CNDH, entonces presidida por José Luis Soberanes, emitió un pronunciamiento donde estableció que, cito, “la inexistencia de traumatismo cráneo-encefálico, fractura y luxación de vértebras cervicales como causa de [su] muerte […], y la inexistencia de desgarros en la región vaginal y de una perforación rectal, así como de lesiones de origen traumático al exterior” y, finalmente, el entonces presidente de México, Felipe Calderón, declaró que Ernestina había muerto a causa de una gastritis mal atendida.
Durante años, la familia de Ernestina buscó justicia, ésa que no existe para las mujeres pobres y menos para las indígenas, y aun así lograron, casi 18 años después, que la Corte Interamericana de Derechos Humanos emitiera una sentencia que condena al Estado mexicano como responsable por la violación sexual, tortura y muerte de Ernestina.
En la sentencia, se establece que el Estado no le brindó atención médica oportuna y adecuada, obstaculizó el acceso a la justicia, pues no investigó debidamente lo ocurrido ni cumplió con el protocolo en casos de violencia sexual, debido a que el caso no fue conducido con un enfoque interseccional, al tratarse de una mujer indígena.
Además, la investigación, si así puede llamarse, careció de perspectiva de género y etaria, hubo discriminación porque pertenecía a un grupo étnico, violaron sus derechos a la vida, la integridad personal, sus garantías judiciales, su honra, su dignidad e igualdad, en fin, que fue revictimizada por cada una de las instancias que “atendieron” el caso.
La sentencia de la CIDH no es justicia, es un llamado (otro) al gobierno de México para que casos como el de Ernestina no se repitan jamás, ya que, por desgracia, su historia no es la única, pues si bien no hay cifras oficiales de las violaciones sexuales en las que el Ejército se ha visto involucrado, se sabe de casos en la sierra de Guerrero, Oaxaca o en Chiapas, donde decenas han sido agredidas; tampoco debemos olvidar la violación tumultuaria que vivieron 13 mujeres en Castaños, Coahuila, a manos de 20 elementos castrenses.
La memoria, la verdad y la justicia no pueden seguir llegando años después. Es insultante. El Estado debe garantizar la vida y bienestar de las mujeres, y si alguna es vulnerada en alguno de sus derechos, es el Estado el que debe garantizar que reciba justicia inmediata y expedita.
