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Ayotzinapa, la verdad no se encuentra; se construye

Ignacio Anaya

Ignacio Anaya

 

¿Es posible cerrar el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa? La investigación no parece tocar fondo: a los abultados expedientes integrados por la extinta PGR, la recomendación de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, la revisión del caso y aportacio­nes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Indepen­dientes, así como una cantidad abundante de trabajos periodísticos, libros y documentales, se suman hoy las nuevas pesquisas de la Fiscalía General de la República, así como el renovado enfoque de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia creada por decreto pre­sidencial el pasado 4 de diciembre.

A través de Alejandro Encinas Rodríguez, Subse­cretario de Derechos Humanos, el presidente Andrés Manuel López Obrador está decidido a tomar el toro por los cuernos; empero, el reto no debe centrarse únicamente en encontrar a los estudiantes, sino en desmontar el anclaje oscuro del sistema político. En­cinas ha declarado que estos hechos “trascienden a los propios perpetradores de lo que llamó una “des­aparición forzada cometida por agentes del Estado mexicano”.

Y es que Ayotzinapa tiene en la desaparición ma­siva de estudiantes normalistas apenas la punta de un iceberg que revela la dimensión de aquello que la Cuarta Transformación quiere remover en materia de injusticia, corrupción, asociación con el crimen orga­nizado, violación de garantías individuales, pobreza y exclusión. Por eso la búsqueda de los 43 jóvenes convertida en una prioridad política, no debe opacar otra realidad todavía mayor: las miles de decenas de desaparecidos que tiene nuestro país y que igualmente merecen ser encontrados. La agenda de Ayotzinapa, por eso debe orientarse del mismo modo hacia los es­cenarios cotidianos en el Estado de Guerrero, donde al crimen organizado no se le combate, donde resulta imparable el cultivo/trasiego de enervante ni mucho menos revertir la desigualdad estructural (se estima que entre el 30 y 40 por ciento de sus habitantes vi­ven en extrema pobreza). A todo esto, agréguese la migración sistemática, así como el éxodo en algunas comunidades por los entornos de inseguridad.

Es grande el listado de problemas estructurales en la entidad, pero difícil remontarlas sin atender la prioridad recogida en la opinión pública que exige localizar el paradero de los normalistas, compromiso complicado. En la conferencia de prensa del pasado 27 de septiembre, Encinas aseguró que los jóvenes nun­ca salieron de la entidad, también reveló la existencia de 270 puntos de búsqueda en cinco municipios guerrerenses sin hallazgos positivos, más dos actualmente en proceso. Respecto a las fosas clandestinas, dijo que en más de 200 localizadas dentro de la entidad se han encontrado 184 cuerpos y que de los 44 identificados ninguno corresponde a los desaparecidos. Y es aquí donde los matices resultan importantes porque datos proporcionados en el mes de diciembre de 2014 por el GIEI e incorporados por la entonces PGR a sus investigaciones habrían revelado que uno de los 43 jóvenes sí fue asesinado. Dos pequeñas osamentas encontradas en el Río San Juan del municipio de Cocula corresponden al joven Alexander Mora Venancio, de 19 años. Éste es el dato que llevó a suponer desde los primeros meses que los demás también habrían sido asesinados, pero no se han encontrado rastros que lo prueben.

A todos se les ha buscado como si estuvieran vivos y se les ha buscado como si no lo estuvieran. La diferencia aparece cuando se observa que la violencia ejercida contra ellos en realidad lo fue contra toda la escuela normal, debido a que la noche del 26 y 27 de septiembre del 2014 los agentes municipales de Iguala y otros actores no identificados atacaron a más normalistas trasladados hasta dicha ciudad para auxiliar a los del primer grado. El GIEI dimensiona el tamaño del operativo: “Por una parte, un grupo de unos 40 normalistas sobrevivió al primer ataque en la calle Juan N. Álvarez, la mayor parte de primer curso, pero también algunos de segundo y tercero. Otros 14, todos de primer curso menos uno de segundo, sobrevivieron en el escenario cercano al Palacio de Justicia y fueron luego perseguidos y sufrieron disparos de armas de fuego en la colonia 24 de Febrero. Posteriormente, con la llegada de tres Urban de estudiantes de Ayotzinapa para apoyar a sus compañeros, otros 30 normalistas más, la mayor parte de segundo, tercero y cuarto curso, fueron víctimas del segundo ataque sobreviviendo a los hechos, mientras tres eran asesinados y uno de ellos torturado con crueldad extrema. En ambos episodios al menos 3 normalistas sufrieron heridas graves y uno más heridas de extrema gravedad que lo mantienen en coma”.

Aunque la desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa y los ataques dirigidos a muchos más normalistas que sobrevivieron es un asunto que ha trascendido a los ámbitos del periodismo, la justicia, así como la cultura, resolver este caso es ante todo un tema político, de gobernabilidad y consecuentemente de credibilidad. López Obrador y también Encinas Rodríguez saben que ninguna verdad es concluyente. Que siempre existe la posibilidad de revisar, pulir y cambiar su contenido. Que lo diga sino el destino de la “verdad histórica” del exprocurador Jesús Murillo Karam. En este sentido es que cualquier aseveración que acompañe los resultados de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia conlleva el riesgo de relativizar sus conclusiones. Toda comisión creada para buscar verdades, en realidad, lo que termina haciendo es construirlas. La sensibilidad y el tacto aconsejan prudencia porque con frecuencia las verdades políticas se sostienen con el apoyo de las instituciones y particularmente de las circunstancias. Ojalá, de verdad ojalá pueda concluirse con las pesquisas emprendidas para localizar, con vida o sin ella, a los normalistas. Pero ojalá que si la verdad sobre Ayotzinapa no existe, no se puede recrear ni mucho menos elaborar, que entonces esa realidad también se reconozca.

 

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