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Feminicidios y violencia de género: caso Turquía

Esther Shabot

Esther Shabot

Catalejo

La extensión, a lo largo y ancho del mundo, de la plaga de feminicidios y violencia contra las mujeres ha cobrado por fin una alta visibilidad. Sin embargo, la proliferación de cátedras de estudios de género, las cada vez más nutridas marchas de protesta y las políticas públicas emprendidas para proteger a las víctimas no han conseguido, aún, reducir el fenómeno significativamente. En México el panorama al respecto es, francamente, desolador. Los datos que presentó el día de ayer Clara Scherer en este espacio acerca del presupuesto para 2020, en el que hubo una reducción notable del monto asignado a rubros directamente relacionados con igualdad de género, demuestran que, como en tantas otras áreas, las políticas realmente implementadas no coinciden con las palabras y las promesas tan frecuentes de la verborrea oficial.

Para ilustrar lo extendido de la violencia de género vale la pena asomarse al caso de Turquía debido a las muchas similitudes con lo que ocurre en nuestro país. En Turquía el presidente Erdogan se comprometió, desde 2012, a sanar “la herida sangrante” de la violencia contra las mujeres, aprobándose así una nueva legislación al respecto. Legislación que, al parecer, ha servido de nada ya que, de acuerdo con Naciones Unidas, el número de incidentes violentos ha aumentado desde entonces.

Las mujeres en Turquía concuerdan en su apreciación de que la violencia de género es el mayor problema que enfrentan. Un reporte de la ONU de 2015 denunciaba que casi 40% de la población femenina había sido abusada físicamente. Los reportes oficiales hablan de 391 feminicidios en este año, con 39 en el mes de noviembre que acaba de terminar. Pero, tal como lo expresa la abogada Hulya Gulbahar, dedicada a este tema, las estadísticas sobre feminicidios no reflejan la realidad, ya que muchos de ellos son presentados como accidentes o suicidios, por lo que las cifras reales podrían ser, según ella, tres veces más que lo consignado.

Uno de los obstáculos más fuertes para poner en la agenda pública este problema es que las protestas femeninas han sido reprimidas con lujo de violencia. Apenas el mes pasado la policía usó balas de gomas y gas lacrimógeno contra las mujeres que, públicamente, exigían penas más duras contra quienes agreden, abusan y asesinan mujeres. De igual manera, la policía hizo uso de la fuerza para disolver la marcha organizada en marzo en el Día Internacional de la Mujer porque según, el presidente Erdogan, ese evento le faltaba al respeto a la llamada al rezo que coincidía con ese horario.

La modalidad de culpar a las mujeres por las agresiones sufridas al adjudicarles a sus conductas, presuntamente impropias, la responsabilidad de provocar los actos violentos de los hombres, culpabilización tan común aún en nuestro entorno, forma parte también de la argumentación de los aparatos de defensa de los abusadores, violadores y asesinos. Por ejemplo, en uno de los últimos casos de un feminicidio ejecutado en Turquía por dos hombres que intentaron simular que su víctima se había suicidado, la defensa argumentó, ante la evidencia de que había sido asesinada, que “si una mujer bebe alcohol en un espacio privado, con eso revela su disposición a tener sexo consensuado, más aún cuando esa mujer, de nombre Cet, no era virgen”. La complicidad a esta tesis de parte de los medios de comunicación no se hizo esperar: fue publicada una foto de la joven Cet sonriendo y con una cerveza en la mano. En el juicio a los culpables, el abogado defensor de éstos regañó al padre de Cet “por no cuidar bien a su hija”.

En este caso específico y gracias a la movilización de multitud de mujeres que protestaron en todos los rincones del país, los culpables finalmente fueron condenados a muchos años de prisión. En la sala del juzgado donde se dictó sentencia irrumpieron cantos de “larga vida a la solidaridad femenina”. Esto demuestra que la lucha persistente y bien enfocada es necesaria porque sólo con ella se logra, en ocasiones, hacer justicia. Pero también es evidente que el mal de raíz sólo puede ser extirpado mediante la voluntad social de romper con la aún prevaleciente visión misógina de que las mujeres son seres inferiores y,  por tanto, objetos para el uso y disfrute de los hombres. Esa enorme transformación cultural de internalizar la igualdad de derechos de las mujeres es, sin duda, uno de los retos más trascendentes que tenemos en México, en Turquía y en un sinnúmero de naciones donde el machismo a ultranza sigue siendo la norma.

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