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Elecciones en Israel: lo bueno, lo malo y lo feo

Esther Shabot

Esther Shabot

Catalejo

Y así fue, aunque las cosas salieron más movidas de lo esperado ya que no uno, sino varios terremotos sacudieron a la sociedad israelí. En ese contexto y a riesgo de incurrir en la arbitrariedad que por lo general significa cualquier clasificación, me atrevo a decir que dentro de lo ocurrido hubo lo bueno, lo malo y, también, lo feo.

Lo bueno radicaría en que contra los pronósticos que parecían irrebatibles de que Benjamín Netanyahu y su partido Likud retendrían el futuro gobierno en sus manos, ya que su ventaja en las encuestas era casi irremontable, muy en la madrugada del jueves se anunció que los dos partidos más fuertes de orientación centrista, el encabezado por el jefe del Estado mayor, Benny Gantz, y el liderado por Yair Lapid, habían concertado una fusión de sus fuerzas que, sumadas, bien pueden alcanzar y rebasar al partido Likud en la carrera electoral y pasar a integrar el nuevo gobierno. Una buena noticia, sin duda, para quienes consideran que diez años seguidos de Netanyahu en el poder han desembocado, entre otros males, en una erosión muy grave de la democracia israelí.

Pero también se puede localizar en el cuadro lo malo. A pesar de que la nueva formación de Gantz y Lapid —denominada Azul y blanco— ofrece dar un golpe de timón para poner un alto a la polarización social, al menosprecio de las minorías y al daño a las instituciones democráticas del país que, todas ellas, fueron prácticas comunes en los gobiernos de Netanyahu, no aparece, en la agenda de ese nuevo partido, cuando menos hasta ahora, una clara postura respecto al tema del conflicto con los palestinos y la ocupación israelí, tema de primordial importancia y que, sin embargo, parece quererse bloquear deliberadamente.

Y lo feo estriba, sin duda, en la maniobra desesperada con la que ese mismo día el premier Netanyahu decidió responder, en su obsesión por perpetuar su máximo liderazgo en el país: sin escrúpulo alguno se dedicó a promove, mediante cabildeos y argucias, un fortalecimiento del campo de la ultraderecha donde se ubican sus potenciales aliados en un futuro gobierno.

Para ello, se encargó de que una facción vergonzosa de la militancia política del país, integrada por miembros de una agrupación de nombre Otzmá Yehudit, ingrese ahora a la carrera electoral después de años de haber sido considerada una corriente ilícita. Ello porque sustenta una ideología heredada del rabino extremista Meir Kahane, ideología explícitamente xenófoba, racista, anti—árabe, supremacista y violenta hasta el grado de no excluir al terrorismo como método de lucha. De hecho, la línea kahanista está listada por el gobierno norteamericano en calidad de terrorista. En pocas palabras y utilizando con intención didáctica una analogía, se trata de algo muy similar a que miembros del Ku Klux Klan pudieran postularse en elecciones y, eventualmente, convertirse en congresistas o hasta ministros.

Ciertamente, se trata de algo muy preocupante, o para coincidir con el título de este artículo, bastante feo. Cuando en el mundo proliferan y se multiplican las corrientes racistas, los atentados contra los diferentes, las exclusiones por motivos étnicos, religiosos o culturales, y, también, por supuesto, el antisemitismo que, como hemos observado en estas últimas semanas está alcanzando niveles alarmantes en Europa, aunque no sólo ahí, resulta tremendamente escandaloso que en el caso de Israel las ambiciones incontenibles del actual primer ministro conduzcan al país a inclinarse cada vez más hacia el bando de los regímenes y sociedades ultranacionalistas y populistas tan en ascenso, hoy, en el mundo, con el consecuente menosprecio de los valores democráticos y de respeto a los derechos humanos. No es extraño así que de inmediato un buen número de organizaciones judías dentro y fuera de Israel hayan dejado oír su voz en protesta, sabedoras de la descomposición que esta nueva situación está significando.

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