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Rushdie: huérfano, extranjero y libre

Columnista invitado Comunidad

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Por Gastón García Marinozzi

Anis Ahmed Rushdie no creía en nada; era erudito del islam, gran contador de historias, pero no creía en nada. En la familia lo recuerdan como una persona de extremo mal humor. Aunque amanecía alegre, cuando acababa de afeitarse ya era un ogro. Antes de dormir, el padre contaba a su hijo Salman grandes historias de Oriente, reinventadas a su manera. En su genial autobiografía Joseph Anton, llamada así como el nombre que debió utilizar mientras vivió en la clandestinidad por culpa de la condena a muerte de los fanáticos religiosos del islam, Rushdie recuerda que su padre le dio las más grandes lecciones de su vida: los relatos no son verdad, pero se sienten como verdad, y las historias son de todos, todos pueden reescribirlas y hacerlas suyas.

Anis llevó a su hijo de 13 años a Inglaterra para que estudiara, donde él mismo había estudiado. Convivieron en el Hotel Cumberland de Londres, en Marble Arch. Durante esos días, compraban lo necesario para la escuela: chaquetas de tweed, pantalones de franela; por la tarde, tomaban batidos de chocolate o iban al cine, y al caer la noche introducían al hotel sin permiso un pollo asado para la cena.

En sus años de formación como escritor, Salman Rushdie, este joven criado en cierta aristocracia de Bombay, entre ingleses y en inglés, se enfrentaba ahora en Londres a un nuevo sentimiento: el de la extranjería. Era un extranjero en lo que él suponía su casa, y esto lo tenía perplejo, pero la verdad es que estaba desarraigado, de su casa y su Bombay, de sus padres. Era, con todas las letras, un inmigrante. “La emigración despojaba al individuo de todas sus raíces tradicionales: lugar, comunidad, cultura y lengua”, escribió. En esa época, él había perdido tres de las cuatro. Estaba despojado y perdido. Pero era un escritor, ya era un escritor, y eso significa también ser libre.

Muchos años después, el hijo volvió a Karachi para despedir al padre agonizante. Murió sin conocer el libro que inspiró. El hijo regresó a Londres, huérfano, extranjero, donde estaba escribiendo Los versos satánicos, la obra que lo marcaría por siempre. Se separó de su mujer. Anis empezó a visitarlo en sueños. Escribió el momento en el que el protagonista, Salam Chamcha, se enfrenta a la muerte de su padre, con quien tenía una difícil relación; y que, al igual que el autor, tuvo que darle las mismas medicinas, afeitarlo y enterrarlo entre sándalo y flores. Changez, padre de Salam, murió de la misma manera que Anis, padre de Salman.

Casi un año después de la muerte de su padre, Salman Rushdie puso punto final a Los versos satánicos, su más grande e increíble empresa, el libro que Anis le había inspirado. Luego nació su hijo. Ahora también era padre.

En la vida que tuvo vivir cuando el ayatola Jomeini le declaró la pena de muerte, Salman descubrió que el apellido Rushdie había sido un invento de su padre. Su abuelo se llamaba Khwaja Muhammad Din Khaliqi Dehlavi. Anis se dedicaría en vida a reducir no sólo la fortuna del viejo empresario, sino también su nombre, por lo que adoptó el apellido Rushdie en honor a Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd, que en occidente se conoce como Averroes.

Esta revelación fue para Salman el regalo paterno perfecto para la vida adulta. Una vida obligada a vivirse en la clandestinidad, amenazada a cada paso. Saber que su apellido lo unía a Averroes, el filósofo, matemático, astrónomo y médico comentarista de Aristóteles. “Al menos, se dijo cuando la tormenta se desencadenó sobre su cabeza, entró en esta batalla llevando el nombre idóneo”. Desde la tumba, su padre le había proporcionado la enseña bajo la que él estaba dispuesto a luchar, la de Ibn Rushd, que abogó por el intelecto, el razonamiento, el análisis y el progreso, contra la fe ciega y la sumisión.

Aquel día en el que una periodista de la BBC lo llamó por teléfono para contarle que había sido condenado a muerte, oyó por primera vez la palabra fatwa. Su vida entraría por años en la clandestinidad. Tenía poco más de cuarenta años. Era otra vez, y más que nunca, un desarraigado, un hijo, un huérfano, un padre, un escritor, un hombre libre.

 

 

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