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Un anillo embrujado

Columnista invitado Comunidad

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Por Cuauhtémoc Medina*

 

Preocupada por la forma en que la posesión del archivo de Luis Barragán ha llevado a una fundación en Suiza a controlar el legado y memoria del arquitecto mexicano al punto de ejercer derechos sobre toda imagen contemporánea donde asoman sus edificaciones, la artista estadunidense Jill Magid obtuvo permiso de miembros de la familia del arquitecto para transformar una porción de sus cenizas mortuorias en un diamante con el cual hacer una propuesta inédita. Tras una compleja investigación y negociaciones, ofreció a la dueña y custodia del archivo, la historiadora Federica Zanco, el anillo a cambio de repatriar los documentos de Barragán y liberar la circulación de sus obras. El acto ponía en evidencia la posesión cuasi-erótica de Zanco sobre el legado de Barragán, y apostaba por dar solución a un conflicto de memoria por medio de un acto aparentemente mágico.

Este cuento de hadas en los actos no encantó al escritor mexicano Juan Villoro, quien en su columna (“Anillo de Compromiso”, Reforma 5/08/2016) se apuró a condenar la acción de Magid por gótica, y por haber transformado a Barragán en una “presa de safari”. Partiendo del artículo de The New Yorker, Villoro recetó una variedad de reproches morales a Magid, que dejaban percibir que el escritor había, sin embargo, quedado enganchado con la joya. Por ejemplo, Villoro cerraba su texto sugiriendo que el anillo de Magid haría, en el contexto de violencia, que en adelante viéramos las fosas comunes como joyerías en potencia. Extraña pesadilla, definida por un miedo arcaico por el destino de los restos mortuorios, que no ocultaba el hecho de que Villoro elaboraba sobre una obra que sólo conocía de oídas, sin haberse dado una vuelta por la Galería Labor, frente a Casa Barragán, para ver la muestra que Magid presenta sobre ese proyecto.

El artículo de Villoro produjo un incendio de opiniones. Jesús Silva-Herzog Márquez lo secundó lamentando el “mercantilismo” de Magid, sin que en ese juicio mediara un examen de las operaciones económicas de la obra, menos afines al concepto de venta que a una suerte de trueque simbólico. En unos cuantos días, una multitud de voces tomaron la anécdota como pretexto para practicar el deporte nacional por excelencia: la cacería de brujas. Encabezados por el escultor Fernando González Gortázar, varios personajes han emitido declaraciones que descargan su furia sobre la familia Barragán o, aun peor, pidiendo la renuncia de los funcionarios públicos que “no impidieron” el uso de sus restos para hacer un diamante.

El vicio de todas estas denuncias salta a la vista. Es un lugar común del derecho la frase de Hans Kelsen: “Todo lo que no está prohibido está permitido”. Si no se planteaba una objeción legal a la petición de la familia Barragán de colaborar con Jill Magid en obtener cenizas del arquitecto, no hubo nunca lugar a ninguna intervención de la autoridad, salvo para facilitar esa voluntad. Protestar otra cosa es pedir un acto extralegal: que una autoridad impida una expresión artística porque afecta nuestro gusto, convicciones o creencias metafísicas, como la extraña y frecuente interrogante de si la obra hubiera o no complacido a Barragán mismo. En todo eso se huele el deseo de una especie de gobierno moral-estético, donde el funcionario sea protector todopoderoso de nuestra sensibilidad. En otras palabras, se trata de la nostalgia por la censura de mediados del siglo XX.

En su segundo artículo sobre el tema (“De vuelta a las cenizas”, Reforma 12/08/2016), Villoro reporta, sin faltar a los hechos, que la solicitud de la familia dio vueltas por el Congreso del estado y la Secretaría de Cultura local y que, al no encontrar motivo legal en contra, procedieron a exhumar las cenizas. Pero en lugar de celebrar que una autoridad en México no se extralimite, Villoro pasa increíblemente a reprochar la falta de prohibiciones: Magid ha puesto a descubierto “de manera involuntaria” “la falta de control del patrimonio”. Yo no estaría seguro en declarar las cenizas de los “jaliscienses o mexicanos ilustres” como parte del patrimonio cultural, pero concedámoslo: uno esperaría que Villoro propusiera que se legisle. Tampoco es así: el escritor se desliza de inmediato a ejercer el castigo extrajudicial de hacer denuestos moralistas que contribuyen, consciente o inconscientemente, a las demandas ilegales de hacer renunciar a determinados funcionarios: “Si el gobierno de Jalisco no se interesó en las frívolas consecuencias de hacer una joya con un artista, el New Yorker tampoco se interesó en la conducta del gobierno de Jalisco.” ¿Queremos una autoridad que nos proteja de la “frivolidad” y una prensa internacional que critique al gobierno por no acatar leyes imaginarias? En absoluto: bastante problema tenemos con tratar de conseguir alguna sanción por las violaciones legales documentables y por las consecuencias de una multitud de leyes que, aun estando escritas, no se aplican.

Es curioso que la comunidad intelectual y artística transforme su inquietud estética o disgusto personal en nostalgia por una clase de autoridad moral paterna y premoderna. Si la obra de Magid disgusta, si la encuentran frívola, pues basta con escribir y hacer crítica. Uno no pide la cabeza de los funcionarios: uno se gana la cabeza y el corazón de los lectores. Por todo lo expuesto, tomo personalmente la tarea de elogiar a la familia Barragán y la autoridad de Jalisco por haber acompañado a Jill Magid en hacer posible una obra tan radical como La propuesta, incluyendo haber producido un anillo con poderes imprevistos y ser mucho más avanzados que nuestra clase intelectual.

*Curador en jefe del MUAC

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