De escribano del rey a bufón del pueblo

El Presidente sí lee a sus críticos.

Con la llegada de la transformación en el país, también hubo un cambio en la comunicación, de forma y de fondo. Como ya lo he dicho antes, esto ha provocado enojo en las élites que se sentían muy cómodas con tener el monopolio de la verdad, de la información y de la palabra. Por supuesto, un monopolio económicamente jugoso. En las últimas semanas este enojo se ha concentrado en uno de los espacios comunicativos con mayor impacto en la sociedad mexicana: las mañaneras. Comunicadores que, en realidad, se convirtieron en comentócratas, defensores de las élites y de sus propios privilegios, ahora se han disfrazado de paladines intachables de la democracia y se han manifestado en contra de estos ejercicios diarios de información y rendición de cuentas, que dirige Andrés Manuel López Obrador al pueblo de México. 

No sorprende su oposición a las mañaneras, pero sí alarma el nivel de ficción, creatividad y falacia con la que han extremado sus comentarios. Me detengo en lo que han dicho y escrito dos personajes peculiares que representan lo que digo: Enrique Krauze y Denise Dresser. No es de mi interés polemizar personalmente con ellos, pero me parece importante desenmascarar las diversas facetas bajo las que se mueve el enojo de esa minoría. En uno de sus escritos recientes, Krauze rememora a la Normandía de 1170 en la que Enrique II provoca el asesinato de un cura por una expresión en la que pregunta si no hay nadie que le libre de él; Krauze se coloca desde una soberbia intelectual y da un salto de aquella monarquía al México contemporáneo para construir la unión de puntos en ambos momentos históricos que sólo un “genio” como él puede comprender y, concluye que alguien podría resultar asesinado por culpa de las mañaneras.

Al día siguiente de publicado dicho texto, durante la mañanera, en respuesta, el Presidente preguntó: “¿Quién los va a asesinar?”, pues al intelectual se le escapó un punto por unir: a diferencia de su referencia histórica, López Obrador es un presidente que lee a sus críticos, que los interpela y abre diálogo desde ese canal directo y circular. 

A diferencia de otros presidentes que hemos tenido, no persigue a sus críticos, no le marca a los dueños de los medios para que sus voces callen y, mucho menos les violenta como tantos periodistas —periodistas, en serio—, que fueron asesinados por indicaciones de autoridades y poderosos porque su labor periodística incomodaba. El Presidente, en cambio, sólo responde a las calumnias y mentiras y abona al debate público desde su postura política con algo que en las democracias a nadie debería incomodarle: el diálogo.

No es un diálogo a modo, por supuesto. No es una entrevista cómoda, como en la que Denise Dresser le respondió a Carmen Aristegui que, para recomponer la conversación pública, habría que ponerles fin a las mañaneras, desde las que, afirmó, se han atizado las diferencias y se “adoctrina”.

Dresser, en cambio, no usa la capa de intelectual, sino la de activista y ciudadana. Ella, la rebelde, la castigada del régimen, es quien puede discernir quiénes son los “demócratas defendiendo la libertad de expresión” y quiénes son “nazis persiguiendo judíos”. A Krauze y a Denisse, junto a muchos otros, les duele que ya no sean ellos los intelectuales encargados de traducir los sutiles gestos de los encumbrados en el poder. Les duele que la silla del águila haya dejado de ser la zanahoria que despertaba ambiciones y justificaba el “haiga sido como haiga sido”.  Porque a fuerza de más de mil emisiones, la mañanera ha ido estableciendo un nuevo ejercicio de comunicación, ha redibujado imaginarios sobre personajes que hasta hace unos años operaban sin cuestionamientos desde la opacidad y ha resultado evidencia de un ejercicio del poder fiel a principios y valores democráticos. Lo público nunca había sido tan público y las élites comunicativas nunca habían estado tan indignadas. Buena señal.

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