Francia y su rostro cambiante

Al igual que muchas personas vi la final del Mundial; es cierto que no soy un aficionado modelo, que no sigo las ligas local o extranjeras y que me costaría muchísimo trabajo identificar a un jugador en una fotografía, pero los éxitos iniciales de México captaron mi ilusión tanto como mi atención.

Hoy, al presenciar la final, mi favorito se alzó con la victoria y el equipo francés nos mostró el rostro del orgullo, del esfuerzo y también de cómo se ha recompuesto la identidad de los pueblos después del fenómeno global de la migración; no diré que se trate de una nueva Francia, sino de la que ha surgido de los pueblos que compusieron su viejo imperio, los asilos que han ofrecido y las ventanas que han abierto al mundo. Veo este mundial de futbol como una enorme metáfora de los cambios que se suscitaron hace 40 años y que hoy irrumpen en nuestros prejuicios y nos dicen que todo ha cambiado, que las cosas son distintas y que los gobiernos y los grupos que se duelen de estas transformaciones debieron tomar medidas hace 40 años y no ahora, cuando todo ha pasado.

Resulta que de la selección francesa cuatro jugadores provienen de padre y madre nacidos en Francia, uno más nacido en Guadalupe, otro de ellos es hijo de madre haitiana y padre congolés; alguno, que además tiene el apellido más común en México, Hernández, es de ascendencia española; trece de ellos tienen un padre que llegó de algún lugar de África, otro es nieto de portugueses y uno más hijo de filipinos y todos son ciudadanos franceses como Mauriac o Malraux. Sus vidas narran la historia del lacerado siglo XX y del herido comienzo del siglo XXI, hijos de exilios políticos, salvados por el refugio ofrecido por Francia; hicieron de su nuevo país su hogar, se esforzaron y hoy le han llevado honor, alegría y reconocimiento a su pueblo de acogida, al que ahora es su hogar y que lo será de sus próximas generaciones. Ellos son hijos de los movimientos de liberación colonial, de guerras civiles y de hambrunas, encontraron puertas abiertas y convirtieron el paso doloroso de sus padres y abuelos en una actividad cotidiana de crecimiento y aprendizaje; se adaptaron, mantuvieron su identidad y transformaron también la de la que fuera su patria de adopción. No quiero decir, que el racismo y la exclusión han terminado, pero el hecho de que las transformaciones demográficas hayan tocado puntos tan evidentes como una selección de futbol, nada menos que la campeona del mundo, me indica que los cambios ya sucedieron.

Quienes se asustan de las corrientes migratorias les da miedo oír otros idiomas en la mesa de junto en el restaurante donde comen, tienen terror del mestizaje que en el fondo, no es sino la prueba mayor del encuentro y el diálogo entre las culturas. Debiéramos estar curados de espanto, que sigue habiendo trabajo para todos, que una política inteligente de empleo y atención social permite que cada uno se gane su pan en el idioma de sus padres y conserve para el trato social y político el que comparte con los demás; quienes se asustan y se mofan del color de la piel de la selección francesa, pretextando que debiera haber ahí sólo rubios o morenos del Mediterráneo, bretones y alsacianos, se asustan de verse vencidos por mujeres y hombres esforzados que se enamoren de la tierra que habitan y, en tal sentido, la sirvan y la honren como todo hijo debe hacerlo con sus padres. Ellos, quienes temen y ofenden, quienes ponen barreras y separan familias, temen que los recién llegados —algunos con dos o tres generaciones ya en la nueva tierra— la amen más y trabajen mejor por ella.

El miedo es una respuesta común frente a los cambios, pero éste suele ser un fantasma y un espectro, en realidad lo que permitió a nuestra especie crear arte y cultura, dominar la naturaleza y generar cultura y civilizaciones durante milenios, ha sido nuestra capacidad de vencer el miedo a los cambios y adaptarnos a nuevas realidades.

Si al final de la Segunda Guerra Mundial los países más poderosos se hubieran empeñado en equilibrar la riqueza en el mundo, tal vez las migraciones no hubieran tenido el lugar preeminente que tuvieron durante los últimos 40 años del siglo XX, pero se empeñaron en sus modelos y ahora, la realidad los ha superado; es el miedo lo que los atenaza, porque para los ciudadanos de a pie y de todos los días, la única frontera es la de la imaginación y la necesidad. Felicidades a la eterna Francia, que cambia de rostro con la historia.

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