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Expresiones

Juan Pablo Villalobos, la literatura, su legitimidad

El escritor mexicano, radicado en Barcelona, hilvana en su nuevo libro una serie de historias surgidas  de los testimonios de diez migrantes centroamericanos, de entre 10 y 17 años, en su paso hacia EU 

Patricia Godoy / Corresponsal | 30-09-2018
Foto: David Hernández

BARCELONA.

Quizá porque vive de ellas, el escritor Juan Pablo Villalobos sabe que las palabras que inventamos los seres humanos muchas veces no son suficientes para narrar el dolor. Ya lo escribió el poeta chileno Enrique Lihn: “Nada tiene que ver el dolor con el dolor. Nada tiene que ver la desesperación con la desesperación. (…) No hay nombres en la zona muda”.

Yo tuve un sueño (Anagrama, 2018) es el último libro del escritor mexicano afincado en Barcelona. En él traza un viaje por esa “zona muda” del horror que han vivido 10 chicos y chicas migrantes centroamericanos de entre 10 y 17 años que huyen de la violencia, el abandono y los abusos en El Salvador, Honduras y Guatemala para llegar a Estados Unidos a través de México.  Se trata de un giro radical (pero temporal) en la carrera del novelista de Jalisco que crea un “libro de cuentos de no ficción” en el que se enfrenta con solvencia al reto de construir periodismo con los ladrillos de la literatura.

– Dice el poeta chileno Enrique Lihn que “no hay palabras en la zona muda…”

Siempre tuve el temor y la inseguridad de no estar a la altura de los testimonios. Aún tengo esa sensación de que con las transcripciones podría haber hecho un libro de 400 páginas (tiene 145), pero consideré que debía hacer un trabajo de concentración y elipsis, de montaje; atrapar desde la literatura lo más esencial de unas historias terribles sabiendo que siempre se pierde algo, que algo va quedar muy corto, y que será muy difícil que las palabras reflejen tanto dolor y sufrimiento. Es el límite que tenemos los narradores.

–¿Debió ser un gran reto?

Cuando lo estaba haciendo tuve una crisis: ¿Qué legitimidad tengo para hacerlo? Me decía: no soy activista, no vivo ahí, no tengo un conocimiento experto de aquella realidad. ¿Cuál era mi legitimidad? Ninguna. La única legitimidad posible era literaria: tenía que hacer un buen libro. Escucharlos, encontrar el tono, la sintaxis, el vocabulario; la lógica narrativa de sus historias. Y huir de la truculencia, del efectismo melodramático irrespetuoso con la dignidad de unas personas a las que, muchas veces, o no escuchamos o leemos siempre como víctimas (que también lo son), pero esa visión habitual del “pobrecitos” me parecía irrespetuosa, por eso tomo la decisión de borrarme del libro.

–Haces crónica periodística con las herramientas de la literatura, pero tú desapareces.

Yo tuve un sueño es un trabajo de selección, de montaje, casi de documentalista: cortar, montar; qué va primero y qué va después, no opinar. No vengo del periodismo y ese pudor me permite hacer cosas cercanas a lo literario que, quizá, un periodista no se permitiría. Hubo un momento, ya con todo el material listo, en el que me di cuenta que un libro de testimonios no funcionaba y terminó convirtiéndose en un libro de cuentos de no ficción basado en los testimonios, donde mi trabajo principal fue identificar en cada una de las historias un momento clave desde el que contarlas.

–Como una especie de rompecabezas…

Sí. Un rompecabezas en el que hay un par de relatos con una apuesta literaria más al límite. Uno es El otro lado es el otro lado, en el que trato de dislocar la voz narrativa y la historia la cuenta el pandillero y no la víctima. Otro es Prefirieron morir en el camino, en el que me decidido por un narrador en tercera persona, porque me doy cuenta que sólo contamos las historias de los que sobrevivieron al camino. Por razones obvias no podemos contar las historias de aquellos que se quedaron en el camino, pero lo que sí podía hacer era dejar su huella con una elipsis final, y perturbar al lector con la angustia del no saber qué va a pasar con unos chicos a los que dejamos arriba de un carro con un tipo armado que ha dado señales de ser peligroso.

–¿Cómo manejas esa conflictiva idea del ‘compromiso’?

Me siento muy incómodo con la idea del activismo literario comprometido, creo que supone un conflicto ético. Hay un momento en el que tu activismo en estos asuntos se convierte en un sistema económico que produce dinero, viajes, invitaciones, columnas de opinión, etiquetas de experto, charlas, premios. No digo que esté mal, sólo que yo lo encuentro muy incómodo. Lo de ‘la literatura comprometida’ siempre me ha resultado muy ambiguo. Es importante hacer cosas, pero también creo que hay límites. Nada de eso me pasa cuando escribo ficción, pero en este libro hay temas muy delicados, seres humanos a los que hay que guardarles respeto.

–Contrario a cierto tipo de periodismo, en tu libro vemos que las vidas de las víctimas tienen muchas dimensiones.

Uno de los retos narrativos era huir del maniqueísmo y del efectismo. Cuando alguien te cuenta que se enamora en el camino, eso destruye todas tus ideas estereotipadas sobre el horror. La realidad es siempre mucho más compleja que decir, con conmiseración, “Ay, pobres”.

–En tus obras de ficción los personajes hacen lo que tú quieres. Aquí no. ¿Cómo lo has llevado?

Con alivio. Había escrito cuatro novelas en ocho años y tenía crisis de escritura a causa de lo contrario: el exceso de libertad. En ese sentido, agradecí este libro: tenía que inventarme recursos narrativos pero no tenía qué idea tramar ni personajes. Al terminarlo, acabé con esa sensación de ‘ahora quiero volver a lo mío’. Me gusta esa impunidad que me da la ficción. De un libro como éste no sales impune. Tienes que respetar a unas personas que te regalaron sus testimonios, y hacerte responsable del libro que has hecho.

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