Era obvio
Lo que se temía, se dijo. Y lo dijo ni más ni menos que el presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, con esa mezcla tan suya de desparpajo y candidez brutal. En medio de los debates sobre la reforma al Poder Judicial y el proceso para elegir –por primera vez– ...
Lo que se temía, se dijo. Y lo dijo ni más ni menos que el presidente del Senado, Gerardo Fernández Noroña, con esa mezcla tan suya de desparpajo y candidez brutal. En medio de los debates sobre la reforma al Poder Judicial y el proceso para elegir –por primera vez– a jueces, magistrados y ministras por voto popular, Fernández Noroña admitió en voz alta lo que muchos ya habían documentado en voz baja: hay candidatas y candidatos con antecedentes criminales o vínculos con el crimen organizado en las listas.
Sí, en plural.
Y aunque su confesión fue hecha entre comillas, con el “se dice” por delante y el “habría que verificar” por detrás, el daño ya está hecho: lo que era una preocupación legítima de especialistas, barras de abogados, académicos, exministros y hasta organismos internacionales, hoy ya es un hecho político irrefutable.
Recordemos: desde que se anunció la reforma judicial impulsada por el expresidente Andrés Manuel López Obrador, uno de los puntos más críticos –y criticados– fue la posibilidad de que el nuevo proceso de elección popular se convirtiera en un campo minado. Sin filtros claros, sin exámenes técnicos reales, sin control sobre financiamiento de campañas y, sobre todo, sin la mínima garantía de que los aspirantes cumplieran con requisitos básicos de probidad, la puerta quedó abierta para que cualquier actor con poder político, económico o criminal pudiera meterse hasta la cocina del aparato judicial.
Y ahora, resulta que no era paranoia. Ni exageración. Ni “resistencia conservadora”. Era una advertencia que el propio gobierno reconoció... ya con el fuego encendido.
Fernández Noroña, claro, trató de restarle gravedad a su declaración. Pero no es menor que el presidente del Senado –el mismo que celebró el fin de “la élite togada”, el mismo que defiende la reforma como la democratización del sistema de justicia– hoy tenga que admitir que el proceso está infectado. Que no todos los que se anotaron son aspirantes a impartir justicia; algunos, parece, sólo buscan impunidad con fuero y toga.
Las organizaciones civiles han documentado al menos 13 candidaturas con antecedentes ligados al crimen organizado, corrupción, abuso sexual y negligencia institucional, incluyendo exabogados de capos como Joaquín El Chapo Guzmán y exfiscales vinculados a asesinatos de periodistas. Incluso, se han dado casos en que familiares de víctimas han logrado, tras movilización pública, que se retire la candidatura a aspirantes con nexos directos con la delincuencia organizada.
Lo preocupante es que ésta no es una falla del sistema. Es el sistema en sí mismo. Uno que se echó a andar sin frenos, sin filtros y sin red. Uno que desprecia la técnica jurídica, la carrera judicial, el servicio civil de carrera, la meritocracia. Y uno que, como ya empieza a quedar claro, confunde el voto con el cheque en blanco.
Si el Poder Judicial era antes un coto cerrado y corrupto, hoy corre el riesgo de ser un lodazal abierto a cualquier interesado en “servir” con antecedentes penales y padrinos peligrosos.
Esto es lo que está en juego: no sólo la reforma judicial, sino el alma de la justicia mexicana. ¿De verdad vamos a permitir que quienes juzgan nuestros conflictos –desde un despojo hasta un feminicidio– puedan llegar al cargo no por capacidad, sino por conexiones, dinero o silencios pactados?
La urgencia de revisar y retirar candidaturas con antecedentes cuestionables antes de la votación es, ahora más que nunca, una exigencia ineludible para preservar la legitimidad y la integridad del sistema judicial mexicano.
