La hora verde de los negocios

El 2026 no traerá una epifanía climática, pero sí algo parecido a un corte de caja. Entre reguladores más exigentes, mercados que penalizan la huella de carbono y una ciudadanía que ya detecta el greenwashing a kilómetros.

En un piso alto de Santa Fe, la junta arranca con la liturgia habitual: ventas, tipo de cambio, proyecciones. Al final del archivo, casi de relleno, aparece una diapositiva con barras verdes: emisiones, huella de carbono, “riesgos climáticos”. Alguien propone saltarla: “Eso ya lo cubre el informe ESG”. Desde la ventana se ve la ciudad envuelta en una nube marrón que ya no distingue estación. Afuera discutimos el futuro del clima; adentro, el clima sigue siendo nota al pie del negocio.

México llega a 2025 en un punto de inflexión incómodo. La mayoría de las grandes empresas ya tiene un reporte de sostenibilidad, metas de “cero neto” y fotos plantando árboles. Pero cuando se mira con lupa, el discurso se encoge: se miden sólo una parte de las emisiones, casi nunca las de la cadena de valor, y abundan compromisos a 2050 sin hoja de ruta para 2030. La contabilidad climática avanza; la honestidad climática, mucho menos.

Ese doble lenguaje tiene fecha de caducidad. Desde 2025, la autoridad financiera exige reportes de sostenibilidad con el mismo rigor que los estados financieros. Se termina la era en la que bastaba una memoria social elegante para ganar premios. Inversionistas y bancos piden datos verificables, análisis de riesgos físicos y de transición, escenarios de cuánto vale una empresa en un país que se calienta más rápido que el promedio global. La sostenibilidad deja de ser un área simpática y se vuelve idioma obligatorio del consejo de administración.

En paralelo, México intenta montarse en la economía circular. Se habla de nueva ley, de tasas récord de reciclaje, de alianzas para reducir y reusar. Es un avance, pero no inocente. La misma narrativa que celebra los ciclos virtuosos abre la puerta a la quema “energética” de basura y a compensaciones de carbono que permiten seguir contaminando aquí mientras se paga por plantar árboles en otra parte. Cuando las reglas se escriben más en despachos de cabildeo que en las comunidades afectadas, el riesgo es claro: terminar con un modelo viejo envuelto en un empaque nuevo.

La descarbonización cuenta otra historia de contrastes. La presión global obliga a los grandes emisores a moverse. Incluso Pemex ha tenido que prometer emisiones netas cero en sus operaciones para 2050 y dejar de quemar gas de manera rutinaria antes de 2030. Sobre el papel, es un giro histórico. En la práctica, el país sigue construyendo refinerías y plantas de combustóleo mientras firma compromisos de generación limpia. Aspiraciones nórdicas, presupuestos fósiles.

Para las empresas que exportan, esta contradicción ya no es un debate ideológico, sino un riesgo de negocio. Los nuevos impuestos al carbono en frontera convertirán en problema lo que durante años fue sólo “costo externo”. Un acero mexicano sin plan serio de descarbonización será menos competitivo que el de un país que ya tomó en serio la transición. El clima deja de ser tema de activistas y se convierte en una línea más del estado de resultados.

La otra revolución silenciosa es tecnológica. Miles de empresas mexicanas han incorporado inteligencia artificial para optimizar inventarios, rutas, consumo energético. Allí donde la IA se cruza con la sostenibilidad aparecen las buenas noticias: cadenas de suministro que reducen desperdicios, edificios que ajustan su demanda eléctrica en tiempo real, plantas que anticipan fugas antes de que se conviertan en desastre. La “sostenibilidad inteligente” deja de ser filantropía costosa y se vuelve fuente directa de ahorro y de ventaja competitiva.

Pero el termómetro real no está en los foros, sino en el territorio. En muchas comunidades la palabra “verde” llega acompañada de sospecha. Un parque eólico puede ser energía limpia y, al mismo tiempo, repetir el viejo patrón: ganancias que se van lejos, empleos precarios, decisiones tomadas sin escuchar a quienes viven bajo las aspas. Un proyecto solar puede reducir emisiones globales y aumentar la desigualdad local. Si la transición ecológica se construye sobre la misma lógica que nos trajo hasta aquí —extraer valor rápido y dejar el costo a los de siempre— no será transición: será maquillaje.

El 2026 no traerá una epifanía climática, pero sí algo parecido a un corte de caja. Entre reguladores más exigentes, mercados que penalizan la huella de carbono y una ciudadanía que ya detecta el greenwashing a kilómetros, las empresas mexicanas tendrán que decidir de qué lado de la historia quieren estar.

O siguen tratando el clima como la diapositiva incómoda que todos intentan saltarse en la junta o asumen que el negocio del futuro se escribe con menos humo —en el cielo y en los informes— y con más cuidado por la gente que sostiene, día a día, la economía y el planeta. La hora verde de los negocios no es un eslogan: es el plazo límite que se nos agota.