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Genial y visceral

Víctor Manuel Torres

Víctor Manuel Torres

CUARTO DE FORROS

Yo acababa de cumplir 15 años cuando murió Julio Castillo, es decir, hace 30 años (el 19 de septiembre de 1988). Medio año después, en marzo de 1989, pude asistir, por invitación de mi hermano David (que entonces escribía crítica de teatro), a la reinauguración del antiguo Teatro del Bosque (joya de la corona del Centro Cultural del Bosque, administrada por el Instituto Nacional de Bellas Artes) y al que las autoridades culturales de la época cambiarían de nombre por el que ahora lleva: Teatro Julio Castillo.

Aquella ocasión es memorable para este redactor en más de un sentido. Por una parte, se trataba de asistir a la reposición de una obra emblemática del teatro contemporáneo mexicano, De la calle, de Jesús González Dávila, pieza que por cierto estaba por festejar 200 representaciones cuando sobrevino el fallecimiento de Castillo, su director escénico. Desde luego, yo ignoraba quién era Julio Castillo y quién era González Dávila y por qué esa obra era emblemática. Por supuesto, también ignoraba qué demonios era una reposición. Es más, era la primera vez que iba a presenciar una obra de teatro que no fuera guiñol o una repetición de Cachirulo por televisión.

En fin que estuve ahí, en esa reposición del montaje que estuvo a cargo de Philippe Amand, asistente de Castillo, y en cuyo elenco brillaban Roberto Sosa, Evangelina Sosa, Adalberto Parra, Ernesto Yáñez, Leticia Huijara y el gran Gabriel Pingarrón (quien dobla la voz al español a Robert de Niro en sus películas), entre muchos otros actores de gran calado.

Sí, estuve ahí, y el impacto que me produjo el desempeño escénico colectivo, los diálogos, la mala suerte –y la peor muerte– de Rufino (el protagonista), la escenografía plena de callejones inhóspitos, cloacas y tinieblas urbanas, perdura hasta hoy como una sombría huella de la memoria.

Por obra y gracia de la bendita curiosidad, y acicateado por el tremendo golpazo escénico que me llevé aquel día, me dispuse a averiguar quién era Julio Castillo. Supe, también por mi hermano, que Castillo había nacido en el barrio de la Lagunilla (hoy compruebo que el 3 de octubre de 1944), que había forjado una sólida relación amistosa y creativa con el dramaturgo Héctor Mendoza (otro pilar del teatro mexicano) y que no sólo había dirigido teatro profesional (debutó como director hace justo medio siglo, montando Cementerio de automóviles, original del escritor y cineasta español Fernando Arrabal), sino también algunas telenovelas, que vivían un auge excepcional en la segunda mitad de los años ochenta del siglo pasado. Para muestra, están la segunda versión de Yesenia, que en 1987 protagonizó Adela Noriega; Encadenados (1988), que era una tropicalización de Cumbres borrascosas, el gran clásico de Emily Brontë, y con Christian Bach y Humberto Zurita encabezando el elenco, apoyados por ese espléndido actor que fue Sergio Jiménez, quien daba vida a un personaje retorcido por el rencor: el capataz Caralampio. También es digna de mencionar Lo blanco y lo negro (1988), con Ernesto Alonso y la cantante Lupita D’Alessio al frente del elenco. De hecho, Julio Castillo dejó inconclusa esta telenovela, que vio su fin ya en 1989.

Volviendo a las tablas, otro de los montajes icónicos de Castillo fue De película, una especie de ensoñación escénica que surgía de los recuerdos infantiles del director y que tenían como base una caja de cartón con un espejo al fondo por el que aparecían diversas imágenes. En esa obra, montada en 1985, participaron actores de la talla de Julieta Egurrola, Juan Carlos Colombo, Martha Navarro, Luis Rábago, Arturo Ríos y Damián Alcázar. Hubiera sido un privilegio ser uno de los espectadores de esta puesta.

También se había encargado de dirigir Armas blancas, original de Víctor Hugo Rascón Banda (1948-2008), obra que se volvió célebre al escenificarse en el inhóspito sótano del teatro anexo a la Facultad de Arquitectura de la UNAM y que se presentaba como “tres dramas en un acto: El abrecartas, La navaja y La daga.

Pero el legado de Julio Castillo, hombre de escena germinado en los bajos fondos de la urbe y a quien sus contemporáneos tildaron de visceral y genial, no se quedó en el escenario. También fundó, junto con el ya mencionado Héctor Mendoza, el llamado NET (Núcleo de Estudios Teatrales, hoy extinto), y colaboró de manera decidida en la consolidación del célebre Centro Universitario de Teatro (CUT) a partir de 1980.

Ése fue Julio Castillo, cuyo nombre y radical propuesta escénica son hoy por hoy distinguidos en uno de los foros más importantes del país: el antiguo Teatro del Bosque.

 

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