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Soledad ocupada

Santiago García Álvarez

Santiago García Álvarez

 

La interacción con dispositivos digitales ha incrementado significativamente durante la pandemia. Ahora se usan más que antes para trabajar. Sin embargo, su uso no se limita a lo laboral, sino que también abarca prácticamente todos los aspectos de nuestras vidas: la interacción con amigos, las conversaciones familiares, el entretenimiento e incluso la convivencia con nosotros mismos que parece, en tiempos actuales, tener siempre un interlocutor electrónico. En ese contexto, uno de los riesgos más importantes vinculados al uso excesivo de las plataformas digitales es la marcada soledad presente hoy en tantas vidas y que, a pesar de tener una capa de entretenimiento y acción, nos aísla peligrosamente. Se trata de un fenómeno de “soledad ocupada” muy extendido en el mundo actual.

Pongamos el ejemplo de un universitario de fin de carrera que estudia y trabaja. Dedicará unas cinco o seis horas a ver sus clases o enviar tareas, además de otras cuatro o cinco a su trabajo igualmente frente a una pantalla. Si a esto sumamos sus chats, sus interacciones en redes, el tiempo destinado a ver una serie o algunos videos, es posible que pase unas 12 horas interactuando con dispositivos. Al final del día, quizá se habrá cruzado con numerosos seres humanos en su interface digital, pero lo único que realmente habrá podido experimentar y tocar en presencia real serán sus dispositivos tecnológicos. En ese marco, no es extraño lo que está sucediendo en números incrementales en el momento actual: mayores niveles de ansiedad y cerebros híperestimulados en una pequeña fracción de su capacidad que se reduce a emociones inmediatas y respuestas cortas.

Según ha estudiado profundamente Natasha Schüll, antropóloga cultural y profesora de NYU, el smartphone imita lo que sucede con las máquinas tragamonedas. Produce reacciones sicológicas y químicas en el organismo que inclinan la voluntad a buscar mayores estímulos y recompensas, en una continua y constante búsqueda, parecida a quien apuesta en Las Vegas. Ese comportamiento es adictivo y, como otras adicciones, no es fácil de reconocer, se desliza gradualmente y es preciso detectar con precisión y atacar con energía para superarlo, muchas veces con la ayuda de externos.

La soledad es una realidad humana que nos abre increíbles oportunidades de encontrarnos con nosotros mismos o con los demás y nos invita a trascender. Sin embargo, presenta también el riesgo de encapsularnos en nosotros mismos y poner muros a los otros. La soledad puede derivar en tristeza y producir una incapacidad de interactuar profundamente con los demás. La persona en soledad se priva de la riqueza del resto, pero al final, encorseta su propia riqueza que, al no poderse compartir y no tener más referencia que la propia limitación, acaba empequeñeciéndose en una espiral que va cada vez a círculos más pequeños.

Así como es factible encontrar personas amargadas que ríen a carcajadas y seres humanos serenos con sonrisas discretas, algo análogo ocurre con la soledad y la gente a nuestro alrededor. La soledad no tiene que ver necesariamente con el número de personas que nos rodean, sino con la capacidad de conectar con ellos. Es posible estar en un estadio con 80 mil personas y sentirse increíblemente solo, así como es factible vivir en una pequeña familia y experimentar siempre una agradable compañía. En esa línea, la soledad digital es aquella que, pudiendo interactuar con numerosos agentes, no consigue salir de una pequeña prisión interior y encierra la capacidad de interacción en lo verdaderamente humano. Una persona puede estar conectada todo el día e intercambiar reacciones o comentarios con otros y, al mismo tiempo, sentirse terriblemente sola. Una soledad que no implica la oscuridad de una habitación o el silencio de un paraje aislado —realidades que pueden ser muy positivas—, sino una especie de soledad digital, ocupada, activa, estimulada e incluso entretenida. Es precisamente esa soledad entretenida uno de los grandes males del momento actual, como lo advierte Vicente Bellver en un artículo reciente.

La soledad ocupada comprende múltiples intercambios, pero no genera interacciones profundas con los demás; es dinámica, pero no permite activar las potencialidades del ser humano; estimula el cerebro, pero no lleva a la reflexión. En ese marco, se priva de enormes riquezas provenientes de la capacidad humana y de las relaciones genuinamente humanas, a pesar de los numerosos contactos que pueden establecerse a lo largo del día.

Para romper el fenómeno de la soledad ocupada lo primero es descubrirla y entenderla. Posteriormente, colocar verdaderas anclas que nos permitan limitar sus excesos en esquemas mucho más ordenados de vida. Esforzarnos por interactuar en lo humano, para lo cual es indispensable salir de nosotros mismos y abrirnos a los demás, aunque sea en grupos limitados por la protección de la salud. Abrir las relaciones con los demás implica conversaciones profundas, preocupación real por sus problemas, comprensión, capacidad de escucha e involucramiento en proyectos humanos que levanten nuestra mirada y horizonte. De este modo, encontraremos la manera de seguir conectados a lo digital el tiempo suficiente, meterle orden y sentido a tanto ruido, ordenar los estímulos, generar espacios de una soledad que sí vale la pena y que es aquella que tiene que ver con la reflexión para una posterior apertura a intercambios humanos profundos.

 

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