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La universidad ante la crisis de esperanza

Santiago García Álvarez

Santiago García Álvarez

Esta semana participé en una ceremonia académica rodeada de auténtico bombo y platillo. Magníficos trajes universitarios desfilaron en la Universidad Panamericana, que se iluminó con los colores que corresponden a cada facultad. En este evento de investidura de profesores se advierte que la elegancia no solo es forma, sino que puede ser también fondo; representa la dignidad del trabajo realizado. No es para menos, dado que esa labor se refiere a la educación integral de personas jóvenes, en la cual nos jugamos tanto su futuro como el nuestro.

La labor docente y de investigación no es “una chamba”, sino más bien una vocación. De hecho, formamos parte de ese afortunado grupo que “vive de lo que ama”. Por supuesto, que esta actividad sea plena, con sentido e incluso inspiradora, no significa que sea fácil. Buscar la verdad y comprometerse con ella, como suelen aspirar las misiones universitarias, no es trivial. No se trata de leer una “guía fácil: hágalo usted mismo en 24 horas”. Menos, en un espacio en el que la investigación científica es una prioridad.

Llevar a cabo una labor docente, de investigación o difusión de la cultura, requiere hoy en día un esfuerzo fiel a nuestras raíces, pero a la vez distinto, capaz de responder a las necesidades del mundo actual. Y ello implica numerosas virtudes, cualidades y habilidades adicionales a las competencias intelectuales indispensables en el mundo académico. Se antoja listar todas las virtudes posibles. Pero considero al menos tres de particular importancia para un mundo rodeado de posverdad y relativismo. Una sociedad, además, poscristiana, lo cual es retador para universidades de identidad cristiana, que nos hemos convertido en una minoría cultural. Me refiero a virtudes que ayudarían a cualquier profesor universitario a educar con esperanza a nuestros educandos quienes, teniendo elementos para no gozar de ella en el presente, son quienes nos la pueden devolver en el futuro.

La primera cualidad consiste en dar ejemplo. No significa ser perfectos, pero sí, tener la intención de vivir lo que enseñamos, aunque ello implique nuestra propia vulnerabilidad. Einstein, por cierto, investigador y profesor universitario, aseguró hace 100 años que ser ejemplo no era la principal manera de influir sobre los demás, sino la única. Si aquella sentencia era válida a inicios del siglo XX, me lo parece mucho más en una sociedad inundada por el relativismo como la de inicios del XXI. Ser ejemplo implica otorgar una tremenda importancia a la persona que está enfrente de uno mismo a través de la empatía; es no limitarse a dar una clase, sino “darse” en una clase. Es animar a la búsqueda de la verdad, no sólo por la articulación de nuestros argumentos, sino también por nuestro modo concreto de enfocar la vida. Ser ejemplo, por si fuera poco, es uno de los modos más eficaces de abrir las mentes de nuestros educandos, acceder a su esfera racional e intentar conectar con sus propias disposiciones e ilusiones.

La segunda virtud es la confianza. A pesar de los innegables esfuerzos en las últimas décadas por apuntalar la autoestima de los niños y adolescentes, la estadística nos confirma que las generaciones que ahora ingresan a la educación superior arriban con padecimientos récord en cuestiones de ansiedad, relacionadas, en parte, a carencias de estima propia y confianza. La razón de este círculo vicioso es que las estrategias han ido más en la línea del método pedagógico que de la atención de las causas. Entre ellas, destaco el vacío existencial, la crisis de valores y la crisis familiar. Precisamente por ello, en la educación tenemos que confiar en la ciencia y en la investigación seria y desinteresada. Confiar más en nosotros mismos, en nuestros estudiantes, y ayudarles a confiar en ellos. Confiar, incluso, en el diálogo entre ciencia y religión, pues los acuerdos democráticos en aspectos relacionados con el ámbito moral no nos han llevado precisamente al mejor momento axiológico –ni a una juventud más feliz, como señalé antes– y quizá valga la pena escuchar a las grandes sabidurías del mundo que saben más sobre la persona que las fuerzas ideológicas con interés político. En una juventud carente de confianza, los valores firmes –además, encarnados– pueden ser fuente de una nueva confianza.

El tercer punto puede escandalizar a los jacobinos, pero lo diré sin filtro. Se trata de la virtud de la caridad cristiana. En tiempos de polarización, emotivismo, múltiples inconformidades y agresión, es cuando puede brillar de modo intenso la caridad. Una caridad que implica la virtud de la justicia y, al mismo tiempo, la amplía y le otorga una mayor dimensión. Caridad en la verdad, siguiendo un escrito de Benedicto XVI: ni un sentimentalismo vacío de verdad, ni una verdad impuesta a golpes o vestida de antipatía. Caridad que es capaz de respetar la libertad de los educandos sin ceder a libertinajes destructivos. Caridad que supone la justicia y aspira a la verdad; justicia que no busca sólo el bien individual, sino que respeta el bien común; y verdad que aspira a levantar e iluminar, no a humillar.

¿Se trata de una tarea difícil? Me queda claro. Parecería misión imposible. Sin embargo, estos tiempos exigen docencia e investigación que generen esperanza a una juventud con múltiples heridas. Se necesitan respuestas no sólo intelectuales, sino vivenciales; precisamente para eso somos educadores. En la concreción prudencial de estos aspectos descansará, en parte, el arte de ser universidad en los siguientes años.

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