El 10 de diciembre concluyeron los trabajos del primer periodo ordinario del segundo año de la LXVI Legislatura. La evidencia, al cierre, es clara: en apenas un año y cuatro meses —tres periodos ordinarios y uno extraordinario— la mayoría morenista ha empujado un rediseño institucional que debilita los cimientos formales de la democracia mexicana.
La velocidad importa. Ni siquiera las 42 reformas constitucionales del sexenio pasado (96 artículos) alcanzan el efecto acumulado de buena parte de las 22 reformas aprobadas entre septiembre de 2024 y diciembre de 2025 (53 artículos). Con ese antecedente, la pregunta inevitable es política y de legado: ¿con qué se recordará a la presidenta Claudia Sheinbaum al final de su sexenio? De momento, el horizonte no luce conciliador: ella misma ha anunciado una iniciativa de reforma electoral para enero próximo.
Lo anticipado hasta ahora debería prender todas las alertas. En declaraciones públicas, ella y otros actores de Morena han mencionado, entre otros puntos: elegir por voto popular a las y los consejeros del INE —como ya se hace con ministros, jueces y magistrados—; desaparecer los organismos electorales locales; reducir el financiamiento a los partidos; recortar el número de curules en el Congreso de la Unión, y, eliminar el fuero legislativo. ¿De verdad el Verde y el PT están dispuestos a “darse un tiro en el pie”? Más allá del cálculo de los aliados, el mensaje es claro: se busca debilitar al árbitro y concentrar el control del proceso electoral. Pero, no sólo se trata de la autonomía e independencia formal del INE: es un conjunto de ajustes que puede empujar hacia una competencia crecientemente asimétrica, como ocurre en regímenes donde se simula pluralismo político, pero la alternancia se vuelve impracticable.
Ése parece que fue el hilo conductor del último tramo legislativo: concentración de poder para gobernar sin contrapesos. El punto de quiebre fue la reforma judicial (publicada el 15 de octubre de 2024), concebida como un “terremoto” institucional. Pero no vino sola. La reforma de inimpugnabilidad (31 de octubre de 2024), asociada a cambios en los artículos 105 y 107, dejó a la Constitución sin defensas. Si una mayoría puede reformar el texto constitucional y, además, blindar sus reformas frente al control constitucional, ¿qué queda como freno cuando esas mayorías deciden cerrar la puerta a la revisión judicial? En una democracia constitucional, la revisión judicial no es un capricho: es el último resguardo contra abusos de poder (aunque, incluso sin esa reforma, con la actual integración de la Suprema Corte de Justicia poco cambiaría).
En el mismo registro se inscribe la reforma de “simplificación orgánica” (publicada el 20 de diciembre de 2024), con la que desaparecieron órganos autónomos. Se presentó como racionalización del Estado, pero en los hechos significó suprimir mecanismos de vigilancia y evaluación: menos transparencia, menos datos independientes y menos capacidad institucional para cuestionar decisiones tomadas por consigna. Piénsese en el Coneval: ¿puede haber credibilidad en la medición de pobreza y desigualdad sin un órgano autónomo que evalúe los efectos de las políticas públicas?
Por eso conviene dejar de ver estas reformas como episodios sueltos. Hay un patrón que apunta a una idea simple: que quien gobierna no sea incomodado. La paradoja es que un poder sin frenos también pierde eficacia: sustituye evidencia por obediencia, deliberación por disciplina y rendición de cuentas por propaganda. Si la reforma electoral llega en los términos adelantados, México entrará a una zona de alto riesgo institucional: reglas del juego diseñadas por el jugador dominante. La pregunta de fondo no es si se simpatiza o no con Morena, es si el país quiere seguir siendo una República con pesos y contrapesos o una autocracia con una mayoría legislativa que puede hacerlo todo —y por lo mismo terminar respondiendo a nada—.
El Congreso de la Unión ya renunció a ser contrapeso, ¿los ciudadanos también? Eso lo veremos cuando se anuncie la iniciativa de reforma electoral.
