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Nuevo ciclo

Opinión del experto nacional

Opinión del experto nacional

 

 

Por Carlos Carranza

Durante estos días, en casi todo el país se debería experimentar uno de los momentos más emocionantes y simbólicos de la cultura: el reinicio de clases escolares en los distintos niveles que conforman el llamado sistema educativo. Sin embargo, parece que la realidad se impone: no todos logran acceder a lo que, por principio, es un derecho —al menos en el nivel básico. Y, por otro lado, también existe una mirada un tanto pesimista acerca de aquello que implica el desempeño magisterial en la implementación de los respectivos planes de estudio. Dos aristas que forman parte de la compleja situación que vive la educación en México; filos que laceran el optimismo de este inicio.

Cada vez son más las conversaciones en las que escucho que la educación es un privilegio. Son diversas las razones que esgrimen quienes lo expresan de esta manera: aspectos económicos y políticos —la referencia a los sindicatos es obligada— a los que ahora se suman la inseguridad y la confianza de los jóvenes en el futuro que se construye gracias al esfuerzo, dedicación y disciplina que exige una formación académica. Nos hemos enfocado en considerar a la educación como aquello que se ocupa de resolver las necesidades mínimas que demanda la sociedad y el campo laboral. Quizá hemos dejado de imaginar que la educación es, en sí misma, un privilegio de la civilización, fundamento de la cultura y la posibilidad de comprendernos como actores principales en una historia que se construye día con día. Dice George Steiner que “no puede haber sistema familiar ni social, por aislado que esté y por rudimentario que sea, sin enseñanza y discipulazgo, sin magisterio y aprendizaje consumados”, es decir, el inicio de todo ciclo escolar implica la actualización de una apuesta por nuestro devenir de un conocimiento científico y humanístico, técnico y artístico, que brinde a las nuevas generaciones de estudiantes la posibilidad de valorar la trascendencia del conocimiento para analizar su realidad y hacer frente a las expresiones más comunes de la intolerancia, el racismo, la desigualdad de género y económica, el clasismo y la falta de una justicia que abrace a quienes habitamos este mundo.

No faltarán quienes encuentren en este planteamiento una idealización de la vocación docente. Y no les faltará razón. Quizá la revolución tecnológica de las últimas décadas ha colocado a quienes han elegido la docencia como parte de su desarrollo profesional en el vórtice de una transformación social llena de exigencias. La figura de quien era un simple transmisor de conocimiento o se jactaba como el ejemplo de una sociedad se ha visto superada por el papel del docente en una época que configura a la ignorancia como un parámetro de la verdad, lejos de considerarla como esa pared que nos aísla del futuro. Si la idealización es característica del romanticismo, algo tenía de romántico el impulso de quienes trazaron los ejes de lo que, a la postre, sería el fundamento de la Secretaría de Educación Pública y las diversas instituciones de educación superior —sin omitir el papel de las instituciones privadas en este proceso. Dicho camino se erosionó cuando la educación se convirtió en un botín político y económico, así como la tribuna de ideologías que no han logrado dialogar colocando al futuro de nuestro país como la mayor preocupación de cualquier decisión política.

Las alumnas y alumnos que protagonizan la maravilla de la educación poseen la sensibilidad de reconocer a quien motiva la imaginación y despierta su interés por adquirir aquello que los lleva a cuestionarse a sí mismos, a la historia y a sus protagonistas: un docente que cree en sus alumnos y, por consiguiente, se convierte en la resistencia ante los embates de la barbarie. Ésta es la educación a la que todos los niños y jóvenes deberían acceder: la principal función del gobierno sería garantizar una educación cuya calidad estaría blindada ante toda ideología y estructura clientelar, dotándola de recursos que son imprescindibles para su adecuado funcionamiento.

Si los políticos se apropiaron de la palabra “esperanza” —como moneda de cambio de su chabacanería—, nos toca a los docentes dotarla de un nuevo significado y sumarla al privilegio del estudio como el instrumento que forma parte de una sinfonía llena de futuro.

 

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