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Normalizar la democracia

Martín Espinosa

Martín Espinosa

La historia del México posrevolucionario nos ha dejado grandes lecciones en estos primeros años del siglo XXI. En primer lugar, nos ha quedado claro que los “tiempos de los caudillos” deben quedar atrás, luego de un cúmulo de conflictos que derivaron en represión política y persecución contra aquellos que pensaban distinto al caudillo en turno. Sólo hay que revisar la historia en la que tuvo breve presencia el dictador Victoriano Huerta, quien se “desempeñó” como presidente del país del 19 de febrero de 1913 al 15 de julio de 1914 como resultado de un golpe de Estado en plena Revolución Mexicana.

Costó trabajo y sangre de muchos luchadores del siglo pasado entender que, a pesar de todos nuestros problemas como nación, los mexicanos profesamos una profunda vocación democrática, más allá de la clase política surgida tras la fundación del Partido Nacional Revolucionario en 1929 y sus transformaciones hasta nuestros días.

Contrario a lo que deseamos los ciudadanos, hoy se “normaliza” la violencia, la ruptura de las leyes e instituciones que —mal que bien— han formado parte de nuestra lucha por la construcción de un país libre y soberano, pero, sobre todo, democrático. Ha quedado demostrado que el rumbo de la nación ya no es el “caudillismo” de antaño, sino la construcción y renovación de instituciones y liderazgos civiles que marcarán el futuro.

Sin embargo, pareciera que, lejos de normalizar nuestra vida democrática, algunos —incluso desde el poder— se empeñan en regresar a los viejos tiempos en donde desde “la cúpula” política se mandaba a intimidar y amenazar a los adversarios con el fin de mantener el control del país.

Hoy día, se han denunciado públicamente amenazas contra quienes, en aras de hacer prevalecer el Estado de derecho y las instituciones democráticas, se oponen en el Congreso a iniciativas que solamente debilitarán nuestra vida institucional, aun cuando ésta requiera de perfeccionamiento para una mejor función, con el pretexto de que los políticos “del pasado” son corruptos y sólo los del nuevo régimen profesan la honestidad como norma de su comportamiento.

Algunos líderes de la oposición en México (Ricardo Anaya, PAN) han tenido incluso que abandonar el país ante la ola de agresiones verbales e intimidaciones de que han sido objeto. Ahí están los amagos contra el dirigente nacional del PRI, Alejandro Moreno, Alito. Se dice que varios de esos dirigentes han cometido abusos en el desempeño de sus funciones. Entonces, lo que procede es que se les someta a proceso judicial y, de existir pruebas contundentes de esas denuncias, se les finquen responsabilidades y se prueben, dentro del marco legal existente, dichas acusaciones. Lo que no se vale es lincharlos en la plaza pública únicamente con dichos y calumnias. El que acusa, tiene que probar. Hasta el momento, eso no ha ocurrido. Todas las supuestas pruebas se diluyen.

Son malas noticias para el país el que no exista una oposición fuerte y decidida a ser contrapeso del poder político. Pero es peor que dicha oposición, aún débil, sea perseguida, amenazada, intimidada y, peor aún, eliminada con tal de “implantar” una sola forma de pensar y de solucionar los problemas que aquejan a millones de compatriotas, como son la pobreza y la inseguridad.

Lo que se ha visto en los últimos tiempos en el Congreso con la falta de apoyo de los partidos opositores a Morena a iniciativas de ley, tanto en materia eléctrica como electoral, no es otra cosa que la existencia —todavía— de los contrapesos que son tan necesarios para el avance democrático de nuestra sociedad.

Eso es, precisamente, lo que hay que normalizar: el debate, el diálogo, los consensos y la expresión libre y democrática de las diversas formas de pensar entre los mexicanos. Y no atacar y descalificar al que piensa distinto ni amenazar física y verbalmente a los líderes que, con argumentos, advierten del riesgo en que se encuentra nuestra democracia.

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