Viva la ternura
Conviene pensar la eutanasia no sólo como un derecho individual, sino como una prueba de nuestra capacidad de cuidado colectivo.
Hay debates que al dividirnos nos dibujan. El que hoy atraviesa México, la propuesta de la Ley Trasciende para reconocer la eutanasia, retrata la humanidad no sólo en cuanto a lo que postula, sino también en cuanto a las respuestas que se han suscitado en consecuencia.
La historia de Samara Martínez, quien ha vivido años de insuficiencia renal, hospitalizaciones y dolor, nos obliga a mirar sin evasiones. Su propuesta busca permitir que las personas adultas, en pleno uso de sus facultades mentales y con diagnósticos incurables certificados por dos especialistas, puedan solicitar una muerte médicamente asistida. La iniciativa plantea reformas a la Ley General de Salud y al Código Penal Federal, incluye la objeción de conciencia y la reiteración del consentimiento.
Pero más allá de los tecnicismos, lo que está en juego es la fragilidad de decidir. ¿Puede hablarse de libertad de elección en un país donde la desigualdad condiciona el acceso a la salud, a los paliativos, al acompañamiento? ¿Qué tan “democrática” es una decisión tomada desde la fatiga, no aquella producida por la agonía, sino por el abandono institucional? Estas preguntas no invalidan la eutanasia; la vuelven más urgente, más compleja y también más humana.
En redes sociales el debate se ha polarizado. Hay quienes la celebran desde la desinformación: “Si no hay pensiones, que al menos nos dejen decidir” y hay quienes la rechazan con el temor de que “abra la puerta a matar enfermos o pobres”. Entre esas orillas, quizá lo que falta no es razón, sino ternura.
La ternura no es meramente sentimentalismo ni asistencialismo cursi, sino hondamente política que compele proteger la vulnerabilidad. Cuidar no es sólo un acto privado, sino una tarea pública: notar la necesidad del otro, asumirla.
Martha Nussbaum recuerda que la dignidad humana se mide por las capacidades reales que una persona tiene para vivir bien. Si la eutanasia llega antes que esas condiciones, el riesgo es que el Estado ofrezca la muerte donde no supo ofrecer vida. Riesgo que cabe plantearse no como escarmiento ni traba, sino desde el reconocimiento de la desigualdad, con diálogo y ternura.
Por eso conviene pensar la eutanasia no sólo como un derecho individual, sino como una prueba de nuestra capacidad de cuidado colectivo. Una sociedad que no atiende el dolor en todas sus dimensiones no puede prometer libertad real más que sólo a algunos. La eutanasia no debe plantearse como privilegio, tampoco como obligación. Su consideración para algunos como legítima vía única, debe ser a su vez vía última. En el sentido de que la ternura no sólo aplica para con quienes se enfrentan a esta decisión, sino para quienes sufren dubitativos, o sin considerarla, mientras la desprotección y precariedad encauzan, condenan tanto como dolor crónico.
Emmanuel Lévinas advirtió que la ética empieza en el rostro del otro. La mirada que sufre reclama, descoloca, pide respuesta. Es por eso que, quizá, la ternura sea la única manera de sostener esa mirada sin reducirla a compasión o a eficiencia legal; sin mermar la complejidad que convoya al tema ni eludir la realidad anteponiendo fobias y estigmas.
En medio del ruido digital, me quedo con la frase de Roland Barthes: “No es solamente necesidad de ternura, sino también necesidad de ser tierno para el otro”. Hablar de eutanasia desde ahí no es evadir el conflicto, sino recordarnos que detrás de cada ley hay una historia singular, un cuerpo que duele, una voz que pide no ser silenciada por el miedo ni por el prejuicio. Hablar también de los candados y salvaguardas que deben acompañar esta propuesta, no desde el rechazo y aversión, sino desde la responsabilidad compartida, es fundamental.
Ojalá que la discusión pública sobre la Ley Trasciende pueda sostenerse en esa ternura lúcida: la que no se confunde con la lástima, la que no dicta sentencias morales, la que pregunta, acompaña y escucha.
Porque discutir la muerte digna, nos obliga a plantearnos y asegurar, a su vez, la vida digna.
Y si alguna ley logra recordarnos eso —que la libertad sólo florece cuando el cuidado la precede—, entonces habrá cumplido su verdadero propósito.
