Durante décadas, la educación representó la promesa de ampliar horizontes, la posibilidad de mejores condiciones de vida y romper con el destino marcado por el origen. Esa idea sostuvo sacrificios familiares, políticas públicas y expectativas colectivas. Hoy, esa promesa se resquebraja. No porque haya perdido valor en sí misma, sino porque dejamos de sostener las bases materiales para cumplirla. Y frente a ese quiebre, ¿qué lugar ocupa la educación en un país donde ya no necesariamente garantiza un mejor futuro?
México es el que menos invierte por estudiante en educación básica dentro de la OCDE. Mientras el promedio gasta cerca de 12 mil dólares anuales por alumno, nosotros no llegamos a tres mil. La diferencia es estructural y condiciona todo lo demás, desde la infraestructura hasta la formación docente y la calidad de los aprendizajes. Además, se suma un golpe del que no hemos logrado recuperarnos: tras la pandemia, según el Índice de Progreso Social de México Evalúa, el acceso a conocimientos básicos cayó al nivel más bajo de la última década. El abandono escolar aumentó y la matrícula no regresó a sus cifras previas. Cabe revisar si estas caídas responden a la competencia con un mercado laboral que presiona por la necesidad inmediata de generar ingresos.
Estudios como The Relationship Between Economic and Educational Intergenerational Mobility: Evidence from Mexico, de Monroy-Gómez-Franco y Binkewicz (2025), muestran que, si bien sí importa, cada vez alcanza menos. Quienes logran estudiar más que sus padres tienen, en promedio, mejores posiciones económicas que quienes no lo hacen. Sin embargo, ese efecto es limitado y altamente condicionado por el tipo de empleo, el contexto económico y el origen. Ya no opera como un ascensor social, sino como una escalera estrecha. El peso del origen sigue siendo determinante y un mercado laboral precarizado neutraliza buena parte del esfuerzo educativo.
Resulta difícil determinar qué fue primero: si el abandono estatal del sistema educativo o su desprecio por parte del mercado. Lo cierto es que el Estado la ha relegado porque sus resultados no se miden en votos. Formar generaciones toma tiempo, continuidad y un proyecto que sobreviva a los ciclos políticos. En un sistema donde lo urgente desplaza sistemáticamente lo importante, la educación queda atrapada entre la falta de incentivos inmediatos y la incertidumbre de proyectos que quizá no verán sus frutos dentro del mismo sexenio. Es lamentable, pero formar ciudadanía es una obligación que ningún gobierno puede evadir, aunque no se traduzca en lealtades partidistas. A esta lógica se suma la problemática de evaluarla casi exclusivamente por su capacidad de producir ingresos. Cuando tampoco cumple esa función de manera automática, lo evidente deja de parecer urgente y que sea un pilar fundamental pierde relevancia.
¿Qué sentido tiene entonces? En un país atravesado por la urgencia económica, la violencia cotidiana y la precariedad, reivindicarla en términos de formación, pensamiento crítico o apertura cultural puede sonar ajeno a la realidad, incluso ofensivo. Pero esa incomodidad no es un argumento en su contra. Es el síntoma de haberla empobrecido al exigirle únicamente resultados económicos mientras abandonábamos lo que haría posible que educarse recuperara su sentido.
Defender la educación hoy exige ir más allá del horizonte de movilidad social sin renunciar a él. Importa no sólo porque, en ciertos contextos, mejora la vida material, sino también porque construye capacidades fundamentales para la vida en común: permite comprender el mundo, nombrar la desigualdad, participar en lo público y ejercer ciudadanía. Mayores niveles educativos se vinculan con mejor salud, mayor participación cívica, actitudes más favorables hacia la igualdad y menor tolerancia a la violencia. Esos vínculos no generan ingresos de inmediato, pero sostienen algo más profundo: la posibilidad de una sociedad menos fragmentada y más consciente de sí misma. Sin ella no hay movilidad, pero tampoco ciudadanía ni deliberación pública ni política capaz de pensar más allá de la urgencia. No resolverá todos nuestros problemas, pero sin ella será aún más difícil enfrentar los que ya tenemos y evitar que surjan otros. Reivindicarla es reconocer que sin ese piso común, no hay país posible.
