La carga del riesgo: morir mil veces para no morir de hambre

En México, más de seis millones de personas se dedican a un sector del que dependemos todos: el trabajo agrícola. Hoy, miles de ellos protestan porque su labor, esencial para la vida nacional, sigue siendo invisible. Diez de cada cien mexicanos viven de la tierra, pero ...

En México, más de seis millones de personas se dedican a un sector del que dependemos todos: el trabajo agrícola. Hoy, miles de ellos protestan porque su labor, esencial para la vida nacional, sigue siendo invisible. Diez de cada cien mexicanos viven de la tierra, pero casi ninguno cuenta con garantías laborales; ocho de cada diez trabajan en la informalidad y perciben apenas poco más de tres mil pesos mensuales.

El campo sostiene la vida del país, pero lo hace a costa de su propia precariedad: soporta el peso del clima, de la violencia, de la volatilidad del mercado y de la negligencia estructural del Estado.

El sociólogo Ulrich Beck definió nuestra época como una sociedad del riesgo,  cuya naturaleza cambiante socializa los riesgos de producción y distribución, mientras distribuye los costos de forma desigual. Los agricultores mexicanos encarnan esa realidad: el sistema depende de su trabajo, pero los deja expuestos. No existe oficio más vital ni más riesgoso que el del agricultor. Empero, ese riesgo no es natural, sino consecuencia de decisiones políticas y económicas que abandonaron a quienes sostienen la alimentación del país.

Propongo denominar la carga del riesgo a la suma de amenazas que absorben los productores. Esta carga opera en distintos niveles —económico, físico, ambiental, institucional y de seguridad— y revela el modo en que la vulnerabilidad se ha naturalizado como condición estructural.

Está el riesgo de seguridad, visible en el asesinato de Bernardo Bravo Manríquez, líder limonero de Apatzingán, Michoacán, al denunciar extorsiones.

El riesgo de ingreso se presenta cuando los precios del maíz o del limón no cubren los costos de producción y el valor del trabajo lo decide el mercado o el crimen organizado.

Están los riesgos climático, cada vez más severo, y el sanitario, derivado de la exposición a agroquímicos y la falta de acceso médico. Finalmente, el riesgo institucional: la ausencia tanto de seguros, como de precios garantizados y protección social.

Adicionalmente, Mary Douglas y Aaron Wildavsky señalaron que el riesgo no es sólo un cálculo técnico, sino una construcción cultural: una sociedad elige qué peligros reconocer y cuáles ignorar. En México, el riesgo del campesino ha sido invisibilizado por un imaginario que ya sea romantiza el trabajo rural, o bien lo reduce a destino, sacrificio o condena. Pero producir alimentos no debería ser trágico, sino un oficio digno, estable y respetado. Vincular necesidad y peligro es una forma de normalizar la negligencia.

Las ciudades consumen lo que el campo produce, pero han roto el vínculo con quienes lo hacen posible. Esa desconexión tiene consecuencias: familias desplazadas, comunidades bajo control criminal, vidas perdidas que no figuran en las estadísticas. Cultivar, en muchos casos, se ha vuelto una ruina: los costos superan las ganancias y a veces resulta más barato desperdiciar que vender. La combinación de factores —mercado, violencia, importaciones y falta de apoyo estatal— abarata hoy y fragiliza mañana.

El politólogo James C. Scott describe, desde la idea de la economía moral, que los productores buscan seguridad de subsistencia más que ganancias. Cuando ese pacto moral se rompe y la subsistencia deja de estar asegurada, surge la protesta. Esa fragilidad económica evidencia la profundidad de la carga del riesgo: un peso que erosiona no sólo la estabilidad del productor, sino también la del sistema alimentario entero.

Hemos socializado el riesgo, al tiempo que hemos concentrado sus costos en los mismos de siempre. El riesgo del campesino se transforma en la comodidad del resto. Su vulnerabilidad es el precio oculto de la vida cotidiana.

Proteger al productor no es caridad, es una política urgente de soberanía alimentaria. Comer implica reconocer la deuda con quienes asumen el riesgo por nosotros. El reconocimiento colectivo comienza cuando entendemos que cada alimento que llega a la mesa lleva consigo el peso de un riesgo compartido, que detrás de cada fruto hay una vida que lo sostuvo, un cuerpo expuesto y un país que, sin ese esfuerzo invisible, se desmoronaría de hambre.

México muere de mil maneras, para no morir de hambre.

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