El incendio que provocamos

Hay una diferencia fundamental entre rescatar y cuidar. La primera implica llegar cuando el daño ya está hecho; la segunda, mirar antes de que ocurra. En México, seguimos actuando después de la tragedia, intentando apagar un incendio que nosotros mismos provocamos; ...

Hay una diferencia fundamental entre rescatar y cuidar. La primera implica llegar cuando el daño ya está hecho; la segunda, mirar antes de que ocurra. En México, seguimos actuando después de la tragedia, intentando apagar un incendio que nosotros mismos provocamos; cuando las vidas de niñas, niños y jóvenes ya han pasado del abandono a la violencia.

El reciente caso de la Casa de las Mercedes, en la colonia San Rafael, lo demuestra. Ochenta menores fueron retirados del albergue tras denuncias de abuso y explotación sexual. Llegamos, pero suficientemente tarde.

Días después, otro hecho reveló el extremo opuesto de la cadena. El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, fue cometido por un joven de 17 años. Esa coincidencia —una infancia desprotegida y una juventud convertida en victimaria— resume una falla profunda que ilustra el proverbio africano: “El niño que no es abrazado por su tribu, quemará la aldea para sentir su calor”. El robo de la infancia produce (no en todos los casos) una juventud feroz. 

Los datos confirman lo que estos eventos exhiben. Según la Envipe 2024, uno de cada cinco delitos cometidos en el país involucra a personas menores de 25 años. Por su parte, la Red por los Derechos de la Infancia (ReDim) estima que más de 30 mil menores han sido reclutados por el crimen organizado en la última década. A su vez, cada año, más de dos mil niñas, niños y adolescentes son asesinados en México; y entre 2015 y 2023 más de 20 mil menores fueron víctimas de homicidio o desaparición.

Y, ¿qué panorama provoca el incendio? Hablemos primero de la institución más antigua del mundo: la familia. Según el Inegi, más de 60% de los delitos sexuales denunciados en el país tienen como víctimas a niñas, niños o adolescentes y, en ocho de cada diez casos, el agresor pertenece al entorno familiar o cercano. El Sipinna advierte que tres de cada diez menores han experimentado algún tipo de violencia física o psicológica dentro del hogar.

A esa infancia que crece con miedo se le exige después que se adapte, que estudie, que obedezca. Pero ¿qué aprender cuando la primera lección fue el golpe y la mordaza?, ¿cómo estudiar cuando las aulas tampoco son ningún refugio?

El bullying afecta a casi uno de cada cuatro estudiantes de primaria y secundaria, según la Unesco, y México figura entre los países de la OCDE con mayor incidencia de acoso escolar. Por otro lado, la deserción escolar supera 9% en secundaria y 13% en media superior. Orraca Romano (2018) demuestra que la exposición cotidiana al crimen —en particular a los homicidios locales— reduce el rendimiento escolar y aumenta las tasas de deserción.

Millones de niñas y niños crecen en entornos donde el crimen es la única institución presente; en medio de la incertidumbre, la violencia es la única constante. Y cuando a un niño se le obligó a elegir entre inundación y sequía, siempre puede, una vez abrazado por el crimen, optar por el incendio. 

Los adolescentes que hoy empuñan un arma no nacieron violentos, fueron moldeados, creados por el abandono, aprehendidos por la violencia o aprendiéndola, en cambio, como cuenta por saldar. Ahora bien, decir que toda infancia victimizada deviene victimaria sería una injusticia más. Lo que sí muestran diversos estudios y metaanálisis es un aumento de riesgo, no una condena. No hay destino trazado, pero sí una posibilidad multiplicada y, sobre todo, una cadena que debe romperse.

El problema de cada golpe no detenido, cada grito normalizado, cada escuela que expulsa en lugar de contener, no es sólo la materia inflamable que acumula y de la que luego entonces puede alimentarse el fuego social. Sino del abandono que parte de una sociedad que busca “contener”, más que asegurar, la posibilidad del libre desarrollo, una sociedad en la cual la infancia es un privilegio.

Rescatar a los niños y adolescentes que han sido dañados y vulnerados es obligatorio y fundamental, pero cuidarlos sería un mayor acto de justicia. Sería ponerle fin, de una vez por todas, al incendio.

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