Zafiedad y deshonor
Una vez más hay que repetirlo: el sojuzgamiento del Poder Judicial es la vía más directa a la dictadura. No hay democracia sin un poder judicial independiente, y lo que Andrés Manuel López Obrador pretende es un Poder Judicial sometido a sus designios.
El discurso de Lenia Batres al asumir el cargo de ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación es un monumento a la zafiedad más rastrera. Como señala Sergio Sarmiento (Reforma, 5 de enero), la nueva ministra quiso mostrar desde el primer momento que su papel en nuestro máximo tribunal será representar al presidente Andrés Manuel López Obrador, más de lo que lo hizo Arturo Zaldívar, más de lo que lo han hecho Loretta Ortiz y Yasmín Esquivel.
De ser acertada la opinión de Batres, si los legisladores aprobaran, por ejemplo, restablecer la esclavitud, castigar por divorciarse a una mujer con la pérdida de la patria potestad de sus pequeños hijos o condenar a un acusado con una pena no establecida previamente en una norma jurídica, la Suprema Corte no podría invalidar esas reformas para no invadir las funciones del Poder Legislativo. La arbitrariedad, los atropellos a los gobernados no tendrían freno.
De tal manera, el más alto tribunal del país dejaría de ser defensor de la Constitución y los derechos humanos, y ya no sería más un contrapeso de los otros Poderes. Su función esencial, la más importante, la más indispensable en un régimen democrático —la defensa de la ley fundamental y los derechos de cada individuo—, desaparecería. Sería un tribunal sumiso ante las decisiones del Poder Legislativo que, como sabemos, en virtud de la mayoría de legisladores del partido oficial en el Congreso, todos ellos incondicionales del titular del Ejecutivo, es un poder sometido de facto al caudillo.
Una vez más hay que repetirlo: el sojuzgamiento del Poder Judicial es la vía más directa a la dictadura. No hay democracia sin un poder judicial independiente, y lo que Andrés Manuel López Obrador pretende es un Poder Judicial sometido a sus designios. Llegó al extremo de injuriar, llamándoles traidores, a los ministros Margarita Ríos Farjat y Juan Luis González Alcántara, propuestos por él mismo, porque han votado de manera independiente, en defensa de la Constitución y no de sus dictados.
Más que nunca ha quedado claro que el objetivo del Presidente y sus acólitos —hace mucho es hora de decirlo sin eufemismos— es la dictadura. El Presidente capturó la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, lo que pudo hacer con sólo la imposición fraudulenta en el Senado de una incondicional en la presidencia del organismo. Por fortuna, no es el caso de la Suprema Corte porque no es un tribunal unipersonal, sino integrado por 11 ministros. Ocho de ellos —va desde aquí mi reconocimiento agradecido— han dado claras muestras de su honorabilidad y su lealtad no al autócrata, sino a la ley suprema. Pero el Presidente ha logrado que tres sitiales los ocupen incondicionales suyos.
Más allá del servilismo de su discurso, Lenia Batres incurrió en un alarde de cursilería ramplona al decir que ella es una ministra que proviene del pueblo, y así se refirió a ella Arturo Zaldívar al celebrar su ingreso a la Corte ocupando precisamente el lugar que él cedió. Con la expresión “ministra del pueblo” se vuelve a manifestar que para el partido en el poder al pueblo sólo pertenecen los adeptos al Presidente: todos los demás somos antipueblo.
Zaldívar ha perdido el pudor. Aplaude a una ministra que propone que la Suprema Corte que él presidió deje de ser un tribunal de control constitucional y se vuelva un grupo de dóciles partidarios de la 4T para no ser considerados traidores. No sólo: en una entrevista concedida a El País ha sostenido que la Corte es conservadora. Debiera saber que la función del alto tribunal que encabezó sin decoro es precisamente conservar nuestras libertades, nuestros derechos, nuestra democracia. Zaldívar ha preferido exhibirse como un feligrés del Presidente en vez de comportarse con la dignidad de un expresidente de la Suprema Corte.
Arturo Zaldívar no ha sabido aprovechar el privilegio de uno de esos grandes honores que sólo se conceden a unos pocos mortales—¡haber sido el presidente de la Suprema Corte de México!—. Los pusilánimes, los que carecen de principios, los pequeños, los insignificantes, los que sacrifican la honorabilidad en aras de la conveniencia mezquina e inmediata, son indignos de cualquiera de esos privilegios.
