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Putin

Luis de la Barreda Solórzano

Luis de la Barreda Solórzano

Veo con rabia y profunda tristeza las imágenes de la maternidad bombardeada por el ejército ruso. Madres que están a punto o acaban de dar a luz y bebés recién nacidos, bombardeados. Dios mío, a qué extremos de crueldad, de miseria humana, de inhumanidad, de hijoputez puede llegar un hombre obsedido por ambiciones delirantes en aras de las cuales no duda en sacrificar miles de vidas de seres humanos indefensos que ningún daño han hecho a su país, pero cuyo imperdonable delito es ser ucranianos, nacionales de un país que no se ha rendido como él esperaba a pesar de las muertes, las mutilaciones, la destrucción de las ciudades.

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Me pregunto cómo un hombre es capaz de ordenar que se masacre a la población civil, incluyendo a quienes se protegen en los refugios de sus cohetes y sus misiles, me pregunto si puede conciliar el sueño y conservar el apetito, no sentir un profundo asco de sí mismo. ¿O lo siente? ¿Se asquea de sí mismo al pensar en las mujeres, los niños, los hombres muertos o mutilados, pero puede soportar el asco porque su obsesión está por encima de todo, por encima del respeto a sí mismo, respeto que, cuando se pierde, hace al ser humano lo más despreciable?

Pero es el mismo hombre que no sólo ha encarcelado sino ha mandado envenenar a sus opositores, de los cuales unos han muerto tras una agonía larga y dolorosa y otros han sobrevivido padeciendo un infierno tras el envenenamiento gracias a una milagrosa atención médica. El caso más reciente es el del abogado Alexéi Navalni, quien impulsó protestas masivas contra la corrupción. En Alemania, donde se le diagnosticó que fue envenenado con el agente nervioso Novichock, se le salvó la vida después de seis meses hospitalizado. Al regresar a Moscú se le detuvo en el aeropuerto. Se le han dictado dos condenas, a dos y nueve años de prisión.

El envenenador es el mismo hombre que ha gobernado su país durante dos décadas imponiendo miedo, conculcando las libertades democráticas. El mismo que siente una extraña repulsión por todas las personas no heterosexuales, a las que ha marginado, discriminado y reprimido. Seguramente siente nostalgia por los campos de concentración estalinistas en los que languidecían adversarios políticos, sospechosos de no simpatizar con la revolución soviética, camaradas caídos en desgracia y homosexuales que no encuadraban en el modelo del hombre nuevo que se proponía la revolución.

Ese hombre creyó que no sería tan difícil apoderarse de Ucrania, un país pequeño comparado con el suyo, con un poderío militar infinitamente inferior al de su país, que es una de las grandes potencias militares del mundo. Lleva un mes la invasión y no ha podido. No esperaba encontrar esa resistencia heroica. Ni en sus cálculos menos optimistas pensó que iban a morir miles de sus soldados y varios de sus generales, de cuyas muertes también él es responsable porque los envió a una misión injustificable. Los padres de esos militares muertos, al menos los no emponzoñados de fanatismo nacionalista, no se lo perdonarán.

Ese hombre ha aniquilado la ya muy limitada libertad de prensa que había en su país. Irá a prisión todo el que llame guerra a esta guerra. ¿Encarcelará también a quien llame bombardeos a los bombardeos, y asesinados y mutilados a los asesinados y mutilados? Miles de rusos han sido detenidos por salir a la calle a protestar contra la invasión. Uno de sus colaboradores ha renunciado.

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Putin no ha podido doblegar a Ucrania. Por eso ha decidido emprenderla contra los civiles: si Ucrania no se rendía no sólo había que asesinar a los soldados que resistían, sino también a los habitantes. Eso sólo puede perpetrarlo un hombre con la cabeza y el alma llenas de mierda. Sus atrocidades son crímenes de guerra que justifican que se le someta a juicio en la Corte Penal Internacional, lo cual hoy parece improbable, pero a veces la vida da vueltas de tuerca sorprendentes.

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