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La rabia contra la UNAM

Luis de la Barreda Solórzano

Luis de la Barreda Solórzano

Él sólo valora al diario afín a su gobierno, a ningún otro. Todos los demás, según ha sentenciado reiteradamente, son conservadores y, además, orientan su línea editorial por su añoranza de las prácticas corruptas y las políticas neoliberales del pasado.

Toda noticia que dé cuenta de que las cosas están empeorando en el país es necesariamente falsa. Él siempre tiene otros datos. No hay más pobres, no hay más homicidios, no hay más desempleo, no han empeorado los servicios de salud, no causó más de medio millón de muertes la indolencia oficial ante la pandemia, no hay desabasto de medicamentos. No importa lo que digan los datos oficiales. Él tiene otros, los correctos, aunque no diga cuáles son ni cuál es su fuente.

Ningún columnista, salvo los que lo apoyan incondicionalmente, le merece aprecio. Todos ellos, al exponer opiniones disidentes de la suya, al deplorar los resultados de su gobierno, devienen enemigos del pueblo bueno, en cuyo bienestar él se afana. Los aborrece a pesar de que, según él mismo ha reconocido, no los lee. No merecen su lectura.

Las plazas de las instituciones de educación superior están ocupadas por académicos que han defendido las políticas neoliberales en lugar de identificarse con su proyecto. Quizá por eso les quitó el seguro de gastos médicos, a los investigadores de las universidades privadas miembros del SNI los privó de los estímulos económicos, y extinguió los fideicomisos que apoyaban la ciencia y la tecnología.

La Fiscalía General de la República se está encargando de darles su merecido a los científicos que, empeñados en apostar por la ciencia neoliberal, objetaban desde el Foro Consultivo Científico y Tecnológico la nueva orientación que se está dando al Conacyt: aunque no hayan pisado la cárcel, el solo hecho de ser objeto de una persecución sin fin los mantiene en zozobra.

El más reciente objeto de sus rabiosas embestidas es la Universidad Nacional Autónoma de México, que está incluida entre las 100 mejores del mundo. No objeta su nivel académico, que a él debe haberle resultado incómodo pues demoró 14 años en hacer una licenciatura, que normalmente se cursa en cuatro. No reprueba la calidad profesional de una buena parte de sus egresados, a los que sabe responsables de muchos de los avances del país, aunque no reconozca ninguno anterior a su gobierno.

Lo que le parece inaceptable es que la máxima casa de estudios del país no respalde su proyecto monolíticamente. Lo que no soporta es que en sus aulas, sus auditorios, sus cubículos y sus laboratorios se ejerza la más amplia libertad de cátedra, de investigación, de discusión.

Le reprocha a la UNAM lo mismo que a la prensa que no lo respalda servilmente. Está convencido de que la universidad tendría que jugar el papel que han jugado las universidades en las dictaduras fascistas, comunistas o teocráticas. Las universidades deben formar individuos cuya adhesión a su gobierno no presente dubitaciones ni fisuras.

Ningún presidente había lanzado un ataque tan rabioso como falto de información veraz y de argumentos contra la UNAM. Tomo como ejemplo lo que ha dicho de la licenciatura en Derecho. Según él ya no se imparten asignaturas de contenido social, que en realidad no han dejado de impartirse. Según él ya no se forman abogados con compromiso social. Bastaría, para desengañarse, con que revisara los asuntos en que ha intervenido exitosamente la Clínica Jurídica del Programa Universitario de Derechos Humanos.

Entre otras varias, dos cosas parecen indigestársele sobremanera al Presidente: el pensamiento libre, no sujeto a las cadenas de la ideología ni a la sumisión propia de los lacayos del poder, y el afán ilimitado de conocimiento de quienes no dejan de prepararse, de estudiar, de mejorar día a día sus aptitudes y capacidades intelectuales y/o profesionales.

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