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La fuerza del Presidente

Luis de la Barreda Solórzano

Luis de la Barreda Solórzano

 

Podemos suspirar con alivio ante las numerosas escenas en las que se ve al presidente Andrés Manuel López Obrador abrazando y besando, durante sus giras, a cuantas personas tiene a su alcance, incluyendo adultos de edad avanzada y niños.

Nos causaba temor, angustia e incluso indignación observar al Presidente desatendiendo las recomendaciones de la Secretaría de Salud de su propio gobierno, entre las cuales está la de evitar el contacto físico con los prójimos, pues ésa es una de las vías de contagio del coronavirus.

Veíamos al Presidente abrazar estrechamente a un viejo o a un niño y plantarle un cálido ósculo en la mejilla, no muy lejos de la boca, y sentíamos en el estómago un retortijón y en el alma un malestar derivados de nuestra certeza de que las indicaciones de las autoridades sanitarias son razonablemente correctas.

Pero ahora, ¡aleluya!, podemos estar tranquilos al ser testigos, como televidentes, de esos apapachos, ya que el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López-Gatell, quien sin duda de salud debe saber mucho, le ha informado a la nación, en la conferencia de prensa mañanera del lunes 16 de este mes, que “la fuerza del Presidente es una fuerza moral, no de contagio” (sic).

La declaración de López-Gatell sobre esa característica de su jefe fue la respuesta a la inquietud de una reportera que preguntó si, en caso de que el Presidente fuera portador del coronavirus, no había riesgo de que contagiara a los asistentes a los actos de sus giras.

Esa contestación nos llena de tranquilidad: los abrazados o besados por el Presidente han de sentir su fuerza moral, quizá quedar infundidos de ella —lo cual es excelente porque la fuerza moral nunca sobra—, pero no corren riesgo, en el supuesto de que el Presidente portara el virus, de ser contagiados.

El poeta escocés Thomas Carlyle dictaminó, en las conferencias que impartió en 1840, que los reparos del liberalismo al culto a los grandes hombres no son sino mezquindad pura, la incapacidad de reconocer nuestra manifiesta inferioridad frente a los héroes.

Carlyle asevera que el verdadero hombre siente su superioridad al reverenciar lo que realmente le supera. “El corazón no abriga sentimiento más noble ni bendito… ni la lógica escéptica, ni la vulgaridad general, ni la hipocresía y aridez de cualquier época pueden destruir esta noble lealtad innata, esta veneración arraigada en el hombre”.

El hombre más capaz —agrega Carlyle— “quiere decir el de corazón sincero, justo y noble; por eso lo más prudente y oportuno será lo que nos diga que hagamos, cosa que en ningún otro sitio y en manera alguna podríamos saber, debiéndolo hacer con justo y leal agradecimiento, sin vacilar, puesto que nos interesa” (De los héroes. Hombres representativos, Conaculta/Océano).

Sin embargo, José Antonio Aguilar Rivera, el brillante investigador mexicano del CIDE, advierte: “Existe en el culto al líder un elemento de abyección, de sometimiento del individuo que lo profesa o lo consiente, que choca con el espíritu democrático —pero también aristocrático— del liberalismo. Quien acepta los rituales del caudillo se degrada a sí mismo” (Nexos, abril de 2019).

Es que, como enseñó Jorge Luis Borges en el estudio preliminar a la obra citada de Carlyle, “una vez postulada la misión divina del héroe, es inevitable que lo juzguemos (y que él se juzgue) libre de obligaciones humanas… Es inevitable también que todo aventurero político se crea un héroe y que razone que sus propios desmanes son prueba fehaciente de que lo es”.

El culto a Stalin, Hitler y Mao, por citar los ejemplos más notables, propició, en efecto, que esos gobernantes se sintieran libres para conducir sus países a su antojo. Todos sus actos estaban justificados por su gloriosa misión histórica: la instauración de una sociedad en la que se forjara el hombre nuevo, la utopía que ha costado millones de vidas.

Decir de un gobernante que su fuerza es moral y no de contagio implica atribuirle atributos sobrenaturales en virtud de los cuales no se le debe desaconsejar ninguna de sus conductas, así éstas sean desaconsejables para el resto de los habitantes.

Por eso López Obrador asegura que los infortunios y las pandemias no nos harán nada. Pues basta su fuerza moral para que esos males sean conjurados. ¡Qué alivio!

 

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