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El ministerio fallido

Luis de la Barreda Solórzano

Luis de la Barreda Solórzano

Aunque en México la inmensa mayoría de los delitos no son denunciados debido a la desconfianza en el Ministerio Público —se denuncia menos de uno de cada diez delitos—, de los que se denuncian apenas se esclarece uno de cada cien (sí, lectoras y lectores, leyeron bien: uno de cada cien).

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Los delitos no suelen denunciarse porque el denunciante se enfrenta a un largo y difícil procedimiento con muy pocas posibilidades de éxito. De los delitos denunciados en 2020, 6.6% de los casos concluyeron con alguna forma anticipada de juicio y sólo 4.6% llegaron ante un juez. En el resto no hubo resultados.

Eso significa que la posibilidad de que un delincuente sea castigado es mínima, casi inexistente. Noventa y nueve de cada cien delitos denunciados quedan impunes. Los potenciales delincuentes lo saben, y ese conocimiento es un incentivo importante, a veces determinante, para que lleven a cabo el delito.

Mientras en los países con baja incidencia delictiva, buenas policías y eficaces sistemas de persecución del delito se castigan nueve de cada diez homicidios dolosos, en nuestro país únicamente uno de cada diez (sí, lectoras y lectores: uno de cada diez) es objeto de una condena.

Esa es la media nacional. La situación varía mucho de entidad en entidad. La impunidad del homicidio doloso en Morelos es de 99.6%; en Oaxaca, de 99.4%; en Guerrero, de 98.8%; en Chiapas, de 98.4%, y en Tabasco, de 97.2 por ciento. Es decir, en los dos primeros estados mencionados se sanciona menos de uno de cada cien homicidios dolosos y en los otros menos de tres de cada cien: allí, matar casi siempre tiene permiso. En el otro extremo se encuentran Yucatán, con 24.2%; Nuevo León, con 35.9%; Aguascalientes, con 42.2%, y Querétaro, con 48.8 por ciento. Sólo en estas cuatro entidades se castiga la mayoría de los homicidios dolosos; en Yucatán, casi ocho de cada diez.

Esos datos, que muestran el desastre de la procuración de justicia en casi toda la República, son aportados en un espléndido estudio de Impunidad Cero, realizado por el equipo de investigaciones dirigido por Irene Tello. El estudio pone de manifiesto que las fiscalías del país están rebasadas, con presupuesto insuficiente, poco personal y agobiantes cargas de trabajo, todo lo cual se traduce en una bajísima efectividad en la resolución de los casos, lo que genera y perpetúa la impunidad.

No son esos los únicos factores de ineficacia. También la propicia la falta de supervisión efectiva de la tarea de los agentes del Ministerio Público, la cual podría llevar el propio denunciante mediante un sistema que le permitiera observar en línea cómo marcha la carpeta de investigación, con la opción real de reportar las fallas o la dilación en el trámite a un superior jerárquico del agente a cargo de la carpeta. Ese superior jerárquico, además, tendría que checar continuamente, motu proprio, si el procedimiento avanza satisfactoriamente.

Si la impunidad revelada por el estudio es una grave afrenta a las víctimas y erosiona el Estado de derecho, hay algo aún peor: la fraudulenta fabricación de culpables —uno de los peores crímenes que la infamia puede soportar— a la que son tan proclives nuestros órganos de procuración de justicia, fabricación apta para arruinar la vida de los inculpados, que lo son exclusivamente porque se les eligió de chivos expiatorios.

La potestad estatal de perseguir delitos es una de las más relevantes, delicadas y devastadoras, por lo que su desempeño requiere de alta calidad profesional, equilibrio emocional y honestidad, así como de personal y presupuesto suficientes, digitalización del procedimiento y efectiva supervisión de las actividades de los agentes del Ministerio Público.

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Es preciso, por una parte, abatir la escandalosa impunidad de los delitos y, por otra, desterrar la vileza de inculpar sin pruebas o con pruebas adulteradas.

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