El dios de la tercera copa de vino

El vino es un inmejorable acompañante no sólo para la convivencia con compañeros, amigos o la persona amada. También es una incomparable compañía si uno está solo, para disfrutar mejor de la música o la lectura, o para admirar más intensamente las llamas del crepúsculo, el fulgor plateado de la luna y las estrellas o la fronda de los árboles estremecida por los besos del viento.

Es verdad que no hay en México un solo día sin algún hecho escandaloso relativo al autoritarismo, los abusos, la corrupción, la ridiculez y la ineptitud gubernamentales, por lo que los columnistas no podemos quejarnos de escasez de temas a comentar. Pero hoy, lectoras y lectores, es Navidad, así que descansemos de esos asuntos tristes, indignantes y truculentos. ¿De acuerdo? Hablemos hoy, por tratarse de este mágico día —¡incluso lo celebran numerosos ateos!—, de algo muy grato. ¿Qué les parece que conversemos sobre el vino?

Los puritanos desaconsejan esa bebida, incluso algunos cristianos con la pretensión de que la abstinencia es grata a los ojos de Dios. Muchos parecen ignorar que el primer milagro de Jesús no fue la curación de un enfermo o la sanación de un endemoniado, sino la conversión del agua en vino —“avergonzada, el agua miró a Dios y enrojeció”, comprendió el poeta metafísico inglés Richard Crashaw— durante la celebración de las bodas de Caná. Jesús atendió la petición de su madre a fin de que, una vez que se acabó la bebida dionisiaca, se dispusiera de una reserva suficiente y de mayor calidad de la que se había consumido hasta agotarla, a fin de que la fiesta se prolongara. Ni Jesús ni María eran puritanos. La alegría no era —no es— pecaminosa a los ojos de Dios.

Pero el vino no sólo es propicio a los momentos felices: también es buen amigo en los días y las noches de nostalgia, melancolía, decepción, estrés, encuentros con gente interesante, y en los episodios oscuros o amargos. Jesús y sus discípulos cenaban, cómo no, con vino —“el vino es la defensa de la verdad, tal como ésta es la apología del vino”, diagnosticó Soren Kierkegaard—, y éste no podía faltar principalmente en la última cena, en la que el maestro se despedía de ellos y de la vida misma, la víspera del abismo de angustia y dolor que le esperaba.

De acuerdo en que, como advierte Ismael Velázquez Juárez, si bien “el beber ha brindado consuelo y esparcimiento a los hombres durante siglos, es justo decir también que no a todos les es dado alcanzar maestría en ese arte, inclusive hay hombres que no están hechos en absoluto para beber, lo mismo que hay quienes no debieran tener hijos, armas o cargos públicos”: En efecto, el vino, como los licores, a ciertas personas las vuelve agresivas, intolerantes, persecutoras, majaderas, irascibles, irresponsables o gandallas, o les produce una adicción de la que es muy difícil escapar. Para algunos ha sido la perdición: Polifemo no habría perdido su único ojo si no hubiese bebido todo el vino que le prepararon Ulises y sus hombres.

Pero, por fortuna, a otros el vino nos hace más afectuosos, más simpáticos, incluso más inspirados. Tengo amigos que, sobrios, son aburridos y fríos como una mañanera cuatrotera, pero después de tres copas se tornan amenos, ocurrentes, divertidos, sinceros. En las bacanales, las mujeres, milenariamente oprimidas y marginadas, bebían alegremente y la bebida las animaba a gozar jornadas de libertad desatada, con frecuencia escandalosa. El vino favorece, por decirlo con palabras de Ernst Jünger, “el canto del hombre, esa canción que juntamente atruena con orgullo y suplica muy bajo”.

El vino es un inmejorable acompañante no sólo para la convivencia con compañeros, amigos o la persona amada. También es una incomparable compañía si uno está solo, para disfrutar mejor de la música o la lectura, o para admirar más intensamente las llamas del crepúsculo, el fulgor plateado de la luna y las estrellas o la fronda de los árboles estremecida por los besos del viento. Y, sobre todo, para dialogar con uno mismo, para escudriñar en los recovecos de la propia alma, para preguntarnos a nosotros mismos, como Ramón López Velarde, ¿oyes el diapasón del corazón?

El subconjunto de puritanos que pretende hacer extensiva a todos su austeridad contaba con aliados de prestigio: los estudios que desacreditaban que beber razonablemente es bueno para el órgano principal de nuestro aparato circulatorio. Pero ahora la Asociación Estadounidense del Corazón ha señalado, con base en las investigaciones más recientes, que beber con templanza —es decir, sin ponerse hasta las manitas todos los días— no supone riesgo alguno de enfermedad coronaria, ictus, muerte súbita o insuficiencia cardiaca, e incluso puede reducir el riesgo de desarrollar estas afecciones.

Así que, desterrados esos temores, podemos invocar, con Fernando Savater, al dios de la tercera copa de vino.