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AMLO, la posverdad o la mentira

Laura Rojas

Laura Rojas

Agora

 

La filósofa Hannah Arendt usó el siguiente relato para hablar de la mentira: un centinela montaba guardia para advertir a la población en caso de un ataque enemigo. El hombre, bromista, dio una falsa alarma. Luego, corrió a la muralla para defender la ciudad de los enemigos que él mismo había inventado. La conclusión, es que cuanto más éxito tenga un embustero, y mayor sea el número de convencidos, más probable es que acabe por creer sus propias mentiras.

Que un centinela termine combatiendo soldados enemigos imaginarios no tiene mayor consecuencia, pero que el presidente de un país se crea sus propias mentiras puede ser catastrófico para sus gobernados. Y a estas alturas, podemos decir que la posverdad, o la mentira ampliada, es el signo del actual gobierno.

La posverdad es definida por Oxford como el fenómeno que se produce cuando “los hechos objetivos tienen menos influencia en definir la opinión pública que los que apelan a la emoción y a las creencias personales”. La Real Academia Española (RAE)​  por su parte dice que “los demagogos son maestros de la posverdad”, y el filósofo británico Anthony Grayling, en una entrevista para la BBC, explica que “el fenómeno de la posverdad es sobre: mi opinión vale más que los hechos, es sobre cómo me siento respecto de algo”.

Así, Donald Trump, el Brexit y Andrés Manuel López Obrador son ejemplos claros de la posverdad como una herramienta que atenta contra la integridad intelectual, pero que resulta eficaz para ignorar la realidad, engañar a la parte de la sociedad que no quiere o no tiene los medios para hacerse de información objetiva, y mantener una base sólida de seguidores incondicionales.

El Taller de Comunicación Política SPIN se ha dado a la tarea de detectar las afirmaciones no verdaderas que López Obrador dice tan sólo en sus conferencias matutinas. Entre el 1 de abril y el 15 de mayo, dijo un promedio de 205 falsedades por semana. De seguir a ese ritmo, la proyección anual de mentiras presidenciales es de 10,660, más que las 9 mil 451 que el presidente 
Donald Trump dijo en 801 días de gobierno.

Durante estos meses, el Presidente ha posverdeado sobre la economía, diciendo que vamos muy bien frente a las proyecciones de desaceleración económica del Banco de México y de los organismos financieros internacionales: él tiene otros datos. Lo mismo al respecto de la baja de calificación de la deuda de Petróleos Mexicanos (Pemex) que puede impactar en la
deuda soberana.

También ha faltado a la verdad sobre el impacto de sus recortes presupuestales en el desarrollo de la ciencia y tecnología, el sector salud o las estancias infantiles: todos son inventos de sus adversarios políticos.

Que nadie está por encima de la ley y el combate a la corrupción como prioridad se han quedado en discurso porque ni el Presidente mismo ha sido capaz de cumplir con los permisos requeridos para el avance de proyectos como el Tren Maya o el aeropuerto de Santa Lucía, y alrededor del 80 por ciento de los contratos gubernamentales ha sido otorgado por adjudicación directa evadiendo las licitaciones: es mejor asignar contratos directamente a personas conocidas –por él–, que no son corruptas.

Esta semana, incluso dijo que la propuesta de restaurar la tenencia como un impuesto federal, era “del partido conservador”, cuando el diputado morenista Alfonso
Ramírez Cuéllar
es su verdadero promotor.

En todo esto hay dos enormes problemas. El primero: que el Presidente se crea que no hay soldados enemigos a nuestras puertas, hará que los problemas reales de México no sólo no se solucionen, sino que se agraven. El segundo: que una mayoría de ciudadanos le permita seguir negando la realidad por afinidad o lealtad, puede llevarnos al precipicio.

 

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