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Aprende a amar el plástico

Joselo

Joselo

CrockNICAS MARCIANAS

El fin de semana pasado estuve en Torreón, Coahuila. El viernes presenté un libro y el sábado toqué con Café Tacvba en el Festival Tecate Location. En un principio sólo iba al festival, pero a Carlos Velázquez, oriundo de esta ciudad del norte, se le ocurrió que, ya que iba para allá, podíamos hacer una presentación conjunta con su libro de crónicas, Aprende a amar el plástico (Cal y Arena, 2019), y mi novela Los desesperados (Seix Barral, 2018).

Los dos libros tienen cosas en común. Inician en un téibol y sus páginas están plagadas de rock. Existen otras coincidencias: mucho alcohol y drogas, y hay momentos de peligro extremo para los personajes; además, la acción sucede, en su mayoría, en la República Mexicana. Pero hay una cosa definitiva que las separa: una obra es ficción y la otra son crónicas.

En todas las entrevistas que he dado me preguntan insistentemente si mi novela tiene elementos de la realidad, anécdotas mías o de mi banda, yo les contesto con la verdad: no. Me gustaría saber (y es algo que me faltó preguntarle a Carlos en la presentación) si a él lo cuestionan en sentido contrario: ¿estás inventando todo esto? Yo sé que no. No hay nada inventado. Todo lo que cuenta es realidad. De eso se trata escribir crónicas. Pero para escribir buenas crónicas hay que tener dos elementos importantes: vivencias no comunes y el buen oficio de narrarlas.

Carlos Velázquez tiene estos dos dones de sobra.

¿Cómo pueden pasarle tantas cosas a una sola persona?

Pelearse con unos ingleses en un festival de rock y que no te maten, “Norteños vs, Hooligans”; ir a conectar cocaína al mero mero barrio bravo de Tepito; una diarrea infame en pleno festival de rock, “Diarrea y asco en el Vive Latino”; pelearse por la camisa que Morrissey aventó en un concierto, “Quien puso la M en Monterrey”; ir en sentido contrario en un coche por las calles de Monterrey mientras el que manejaba se pelea con su novia, borrachos los dos, “Una chela con Nacho Vegas”; ser un cleptómano toda la vida y que nunca te agarren hasta que te ponen una trampa en el Oxxo: nadie atiende, nadie cobra, así que te sales con las caguamas, pero una calle más adelante te cae la policía queriendo meterte al bote, “Maldición, va a ser un día hermoso”. Y, claro, las crónicas de los téibol.

El libro abre y cierra con el mismo tema. El material al que se refiere Carlos Velázquez en el título no es el de los popotes ni el plástico que ahora es tan políticamente incorrecto (y que comemos y bebemos dividido en partes microscópicas), sino a las tetas operadas de una bailarina de téibol. El cierre majestuoso es la visita obligada que el autor hace cada vez que va a Tijuana al téibol que está en la calle Coahuila, el Hong Kong, donde las bailarinas no sólo se cuelgan del tubo, sino que vuelan, literalmente, por el recinto, la “Loca academia de astronautas”. Por si no lo notaron, los títulos de las crónicas son geniales. Describen muy bien el estilo de lo que vas a leer y adelantan el resultado: te vas a cagar de risa.

Pero lo que más admiro de Carlos Velázquez como escritor es que no tiene pelos en la lengua, dice lo que piensa sin concesiones, habla con la verdad. Lo cual es algo que en estos tiempos de supuesta limpieza y corrección se ve cada vez menos. La gente oculta sus vicios y gustos por temor al qué dirán o, peor, a la acusación directa.

Extrañamente, ninguno de los dos autores bebimos alcohol en la presentación del viernes pasado. Yo porque decidí estar sobrio desde hace 10 años y Carlos Velázquez porque estaba tomando medicina por una dolencia que traía en el oído. Qué bueno, porque, de habernos encontrado otro día, en otro año, seguramente seguiríamos encerrados en una cantina, allá en Torreón.

 

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