¿Neutralidad de Estado?

Un principio sagrado de la soberanía es el respeto irrestricto a los derechos humanos y a la libertad ciudadana dentro del régimen de leyes que impera en una sociedad dada. Cuando esto se acaba, la soberanía termina y el Estado–nación deja de ostentar el título de Estado soberano

Por consiguiente, los demás Estados, por definición interesados en este proceso, tienen el deber de proteger esa soberanía, como querría su sociedad representada, la cual latentemente podría sufrir, por parte del Estado, un atropello a su soberanía social. Esto es lo que se llama el Estado como peligro para la seguridad soberana del pueblo al que representa. Es por eso que, en un sistema democrático, cualquier Estado que se ostente soberano debe de ver con preocupación el rompimiento del Estado con sus obligaciones frente a la sociedad. Esto lo sabe cualquier estudiante de derecho constitucional.

En línea con lo anterior, cuando del Estado–nación se trata, la neutralidad en asuntos de política exterior no es más que la zona de confort, no sólo de la mediocridad, sino también de la más funesta ociosidad política. Es la mayor impostura que puede tener el Estado moderno en un mundo convulsionado por un trepidar hobessiano que a diario agita fronteras, desestabiliza gobiernos y sociedades globalmente; y provoca, en general, sismos políticos frente a los cuales es imposible mantenerse indiferente. Es decir, la neutralidad (nadie es neutral ni cuando se declara neutral) ante la violación de la mencionada soberanía, es el espacio de la simulación y el artificio, que siendo de Estado, puede no ser representativa del sentir de la nación entera y  significar un grave retroceso. En la historia de la política exterior encontramos, a través del tiempo, cambios en el humor de la sociedad sobre algunos usos y costumbres de un Estado, como el mexicano, que (al menos en eso) no quiere dejar de ser posrevolucionario y, en consecuencia, conservador en lo que a la práctica de la política exterior se refiere, como desafortunadamente se percibe que empieza a ocurrir con la diplomacia del gobierno de la cuarta transformación. Esto ocurre muy a pesar de que la sociedad civil del nuevo milenio se ha pronunciado por una mayor apertura de México al mundo.

El Estado no es una isla enclaustrada. No es una entidad aislada de la historia mundial. Es parte actuante de la sociedad internacional. Por las razones legales mencionadas es un imperativo que el gobierno mexicano se pronuncie sobre el acontecer en Venezuela, país en el que ha imperado una violación sistemática del Estado de derecho y que ahora mismo vive una crisis constitucional a raíz de la ilegal toma del poder por parte de Nicolás Maduro, quien se ha convertido, junto a su grupo compacto, en un paria político. Se acabó la época en que México no intervenía porque no quería que intervinieran en sus asuntos. Eso es ya una entelequia y se remonta a los tiempos de la guerra fría en que el Estado mexicano pretendía mantener el equilibrio entre Washington y La Habana, al tiempo que se blindaba frente a las críticas al autoritarismo del Estado posrevolucionario. Si bien la Doctrina Estrada, la cual está plasmada en el artículo 89 constitucional (que se debe de revisar), respondía a los tiempos históricos de México, ésta fue usada como un artilugio del régimen para transitar airosamente por su laberinto autoritario. Hoy en día, ya no es más de utilidad para los nuevos tiempos.

La crisis humanitaria que viven Venezuela y Nicaragua merece una respuesta de altura. El gobierno de AMLO, en una interpretación oblicua y ahistórica del 89 constitucional, fracción 10, yerra en lo que respecta a la demanda de las sociedades de estas naciones: paz, prosperidad y democracia. Las tres canceladas en el nombre causas totalitarias, que ha desvirtuado todas las reivindicaciones históricas de la izquierda. Ante esta traición, estas sociedades no pueden quedarse solas. México se aisló al no firmar el pronunciamiento del Grupo de Lima en contra de la asunción de Maduro al poder. Y al mismo tiempo abandonó la causa de la democracia. El argumento del canciller y del Presidente es débil: que México se mantenga al margen para poder convertirse en potencial mediador frente a la transición que se viene, argumentan. La pregunta es ¿quién quiere a México mediando? ¿El Grupo de Lima al que traiciona? ¿A la OEA, en donde se abstiene en voto crucial? ¿La comunidad de naciones, que sabe que México se encuentra entre los países más corruptos? Más convendría que la Cancillería despertara, apoyara a Juan Guaidó como presidente interino y, de paso, se permitiera tener una política digna y a la altura de las circunstancias del presente.

Académico de la UNAM, miembro del SNI y miembro regular de la Academia Mexicana de Ciencias

Twitter: @JLValdesUgalde

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