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Las turbas del tirano

José Luis Valdés Ugalde

José Luis Valdés Ugalde

El pasado miércoles 6 de enero, animada por la narrativa mitómana de Trump, una turba enloquecida y potencialmente asesina invadió la sede del poder legislativo en EU, el Capitolio. Los miembros de la revuelta habían estado congregados en un acto político en la Elipse de la Casa Blanca, en donde Donald Trump les había dicho que pelearan duro contra el fraude electoral, que marcharan sobre la avenida Pensilvania y cargaran en contra de los legisladores, que en ese momento, con Mike Pence a la cabeza del Senado, votarían la confirmación de Joe Biden como presidente electo. Washington fue testigo, así, de una revuelta bien planeada por más de dos centenas de supremacistas blancos que han estado al lado de Trump desde hace cuatro años, retroalimentándonse mutuamente. Y también han estado junto a docenas de legisladores republicanos y otros políticos de ese partido, cómplices de la narrativa autocrática y neofascista de Trump —inclusive hasta el mero día del voto del juicio político a Trump, el pasado miércoles trece—. Esta turba estuvo compuesta por subgrupos apoyados por legisladores y políticos republicanos de rango alto, que han enarbolado las banderas de la Confederación o, mejor dicho, los sentimientos racistas del Sur —hoy con plena jactancia neofascista— de amplios sectores de la población. Se trata de un segmento social de dogma neonazi que proclama que el cristianismo blanco está amenazado por el socialismo pluriétnico, que es representado por todos aquellos que no son blancos —la mayoría de la población en EU; o sea, desde la perspectiva de los supremacistas blancos, la inaceptable otredad.

En un sistema democrático, el rendimiento de cuentas es una precondición indispensable para que las instituciones funcionen. De aquí la trascendencia histórica del juicio político a Trump. Después de la revuelta del 6 de enero se ha puesto más en evidencia la enorme velocidad a la que los grupos de extrema derecha han crecido y se han aprovechado de las facilidades que ofreció la narrativa trumpista para apoderarse del espacio público —aunque en una representación de más menos 15% de la población estadunidense. Simultáneamente a la votación a favor de un juicio político a Trump el miércoles 13 de enero, se emitió una alerta del FBI en la que se advierte que en los 50 estados de EU y en Washington D.C., podría haber disturbios como los del Capitolio, organizados por estos grupos extremistas que ya habían amenazado meses atrás que recurrirían a estas prácticas para mantener a Trump en el poder. Además, los mismos informes revelan que hay más de 200 sospechosos bajo la lupa de lo que fueron “protestas potencialmente armadas” y quienes estarían proporcionando información de inteligencia invaluable para el Estado. Un riesgo nada menor como para dejarle a Trump el micrófono abierto. La incitación a la revuelta de Trump se puede volver a repetir antes o después de la toma de posesión de Biden y un sector amplio de la clase política, mayoritariamente demócrata, pero ya con una importante presencia republicana, está volcada al blindaje del deteriorado proceso democrático. Ante todo, frente a la emergencia política que ha provocado el trumpismo, se empieza a ver claramente una fractura al interior del republicanismo, que ve tardíamente que el trumpismo lo ha degradado como fuerza política democrática. La pregunta de si lo que sigue es la rehabilitación moral de ese partido o bien la prevalencia del trumpismo como fuerza política más allá del partido nos lleva a la reflexión de si lo que importa es Trump o lo que su movimiento trae detrás y pueda traer por delante en los próximos años.

Ciertamente, el impeachment tiene toda la intención de descalificar a Trump y de inhabilitarlo políticamente. Esto, en caso de que resultara exitoso. Si después del 20 de enero, según varias interpretaciones legales, fuera inefectivo el juicio al expresidente, esto puede ser utilizado por Trump para victimizarse de nuevo y aparecer frente a sus seguidores como una opción política vigente: como un “pierde gana”.

Trump es un problema existencial de seguridad, en tanto prototipo neofascista, pero lo será más el movimiento que hereda si es que éste puede perdurar en el contexto pospresidencial.

Nos guste o no, los reflejos extremistas que hoy se asoman a la superficie del sistema han estado ahí por largo tiempo. Trump y el momento los despertaron. Y hoy está por verse por cuánto tiempo prevalecerán en el escenario democrático y si el impulso tiránico del trumpismo ha sido un pasaje atroz o una expresión más de la historia como venganza. ¿Algún paralelismo con el caso mexicano?

 

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