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El tenebroso

José Luis Valdés Ugalde

José Luis Valdés Ugalde

Empero, a los dos días, embistió de nuevo amenazando al país con la imposición del costo del muro a México. El canciller Videgaray —parapetado desde su agenda súper secreta con el yerno, Jared Kushner—, tímidamente se pronunció en contra. No hay manera de arreglar a Trump, ni a su enfermo sadismo. Y menos cuando se trata de México, objeto lamentable de sus fobias infantiles, así nació, así morirá, ni modo.

La tenebra, pues —de exclusiva factura trumpista—, acecha a Trump, a la Casa Blanca y al mundo. Es producto directo de la descomposición moral y ética que ha representado desde que se lanzó a la política, arrastrando con él a un sector de la sociedad. Trump es un ser degradante y degradado por fuerza de los latigazos que su ego le impone a su incontinencia verbal y tuitera. Sus desaseos y descuidos lo acosan y lo deconstruyen brutalmente en el corazón del terrible universo de la identidad disociativa en que viven el doctor Jekyll y el señor Hyde. Es su propio Trumpstein. Es su único y legítimo dueño y patente. Su cínico y grotesco sí mismo no tiene parangón en la historia política moderna de EU (sólo Nixon se le iguala, pero aquel, al menos, era un animal político racional y renunció a tiempo). Ésta (él mismo) es su única obra maestra, lo demás, sus edificios y millones, está salpicado de corrupción y de la explotación de trabajadores migrantes indocumentados. Se le acusa de serle infiel a su esposa. Peor, que trató de silenciar a sus amantes con amarres millonarios. Esto es lo que confesó su exabogado, Michael Cohen, quien el miércoles 22 de agosto se entregó a la justicia y se declaró culpable de ocho cargos, dos de los cuales fueron fraude y violación de la ley electoral por instrucciones directas “del candidato” (Trump), según confesó. Quería callar a sus amantes, que no estorbaran a su campaña y les compró su silencio por la friolera de 150 y 130 mil dólares, respectivamente. Como en jugada de Casino, operada por un vulgar y execrable nuevo rico —con penoso mal gusto incluido—, como lo es él mismo. ¿Frivolidad, cinismo, corrupción? ¿Todas? Para su desgracia ese mismo día cayó otro de sus socios en el entramado de corrupción que armó para llegar a la Presidencia. Paul Manafort, excoordinador de campaña y abogado de lujo de autócratas putinistas y del expresidente ucraniano pro ruso, Víktor Yanukóvich, a quien diseñó una pestilente estrategia política de conservación del poder ante la indignación de su pueblo, y que quiso hacer ejemplo paradigmático —con apoyo de Putin— de cara a los ojos de las élites europeas y estadunidenses. En sociedad, Putin y Manafort fracasaron en Kiev, pero ganaron al proyectar a Trump a la Presidencia. Putin, con Manafort en la nómina de sus lacayos, logró lo inimaginable: cooptar a su peor enemigo con la misión de reanimar a los nacionalismos de extrema derecha, con el fin de deshacer el arreglo civilizatorio, cuya matriz es el orden liberal. Trump y Putin, peones de sí mismos

De eso se trata, como dice Naomi Klein que le dijo Bannon a Trump: “deconstruir el Estado administrativo” (Naomi Klein, No is not enough, 2017). O, lo que es lo mismo: acabar con las regulaciones y las agencias encargadas de proteger los derechos de la gente. Y, Trump (el “maestro del desastre”) parece encajar como anillo al dedo con los objetivos de los intereses de facto que pretenden que, los aún vivos y libres espacios democráticos del mundo de la democracia liberal, (prensa libre, debate de las ideas, diversidad étnico-cultural, etcétera) sean prescritos. Se necesitaba a alguien así. Razón que explica la abyección de los miembros más extremistas y reaccionarios del Partido Republicano que ven en él, último tren que los conduzca al rescate de ese edén primigenio, consagrado en la “ciudad sobre la colina”, la “Nueva Jerusalén”. Todo esto a expensas de los derechos de la sociedad de una República, que hoy más que nunca parece abogar por mantenerse como tal y que la pesadilla acabe.

Trump es un neofascista de este siglo que pretende cumplir con esta misión en el seno de la que fue la democracia más prometedora de la modernidad capitalista. Las agencias de gobierno tienen que servirle a su agenda personal. Lo muestran sus recientes desplantes contra el vilipendiado procurador Jeff Sessions y el fiscal especial, Robert Mueller, de los que se quiere deshacer para hacer sobrevivir su proyecto megalómano. Estará en manos de los electores afrontar y resolver el grave peligro largamente anunciado que es Trump y su oscuro gusto por imponernos la aterradora tenebra en la que él mismo habita.

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