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La ceremonia del adiós

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

Apenas la semana pasada recordábamos en este espacio la salida, en 1997, de Emilio Chuayffet de la Secretaría de Gobernación después de que no pudiera impedir que la oposición unida se hiciera con el control, por primera vez en 70 años, de la Cámara de Diputados.

Emilio, un político poderoso, con experiencia, venía de gobernar, y bien, el Estado de México. Había asumido Gobernación cuando aquella era una dependencia por la que pasaba literalmente la gobernabilidad del país. Reemplazó a Esteban Moctezuma, vueltas que da la vida, ahora nuestro embajador en Washington. Su toma de posesión en Palacio Nacional fue prácticamente la de un primer ministro y muchos pensaron que Zedillo ya había decidido desde tan temprana hora su sucesión.

Pero el poder es ingrato y desgasta: poco a poco la interlocución de Chuayffet se fue perdiendo, deteriorando. En las elecciones de 1997, al PRI no le alcanzaba para tener mayoría propia en la Cámara de Diputados, pero seguía siendo, con amplitud, la primera minoría. La oposición, hasta entonces muy dividida entre el PAN y el PRD, más con el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas en la Ciudad de México, parecía imposible que alcanzara un acuerdo.

Los errores de operación del gobierno, la incapacidad de hacer acuerdos con alguna de esas fuerzas opositoras, terminaron uniéndolas, y para el primero de septiembre se hicieron con el control de la Cámara de Diputados. Chuayffet trató de impedirlo hasta el último momento, amenazando incluso con no permitir que se instalara el Congreso. Fracasó, la interlocución con las fuerzas políticas recayó, desde entonces (en buena medida ya la tenía), en Liébano Sáenz, jefe de la oficina del presidente Zedillo. Unos meses después, Chuayffet dejó Gobernación en manos de Francisco Labastida, quien sería a la postre candidato presidencial, derrotado a su vez en 2000 por Vicente Fox.

No hay historias circulares, pero en ocasiones se parecen. La caída de Olga Sánchez Cordero estaba anunciada desde tiempo atrás. La Secretaría de Gobernación inició una lucha interna para recuperar protagonismo y espacios, que incluyó golpes muy evidentes contra el consejero jurídico de la Presidencia, Julio Scherer, quien tiene buena parte de la operación del gobierno federal en sus manos (algo similar a lo que hacía, en su momento y para continuar esta analogía, Liébano). Olga pidió tener control sobre varios capítulos decisivos en las últimas semanas, sobre todo en la búsqueda del periodo extraordinario para legislar sobre revocación de mandato, pero también intervino en temas de la Suprema Corte y del Tribunal Electoral. Incluso se difundió que ella sería la única interlocutora con el Congreso. Cuando la secretaria de Gobernación le demandó al presidente López Obrador jugar ese papel, el mandatario le dio su autorización, pero le advirtió que si no había resultados lo sentiría como un fracaso y estaría muy decepcionado. No hubo resultados y la salida de Olga estaba ya decidida.

A eso se suma que el descontento con su gestión se amplía a otras áreas. Por ejemplo, el trabajo de Alejandro Encinas en la Subsecretaría de Derechos Humanos está plagada de buenas intenciones, pero es una suma de fracasos, sobre todo en temas como Ayotzinapa. En ámbitos militares y de seguridad, muy cercanos al propio Presidente, se considera que Encinas es uno de los mayores problemas a la hora de ejercer sus responsabilidades. Para algunos podría ser un elogio: no lo es.

Lo cierto es que López Obrador quitó a Olga y colocó en su lugar al gobernador de Tabasco, Adán Augusto López, su amigo y compañero, como lo calificó el Presidente, un hombre forjado, sobre todo, en la política de a pie, más allá de su paso por la gubernatura, pero con mayor carácter y empaque para esa función y con una característica imprescindible en esta administración: será absolutamente disciplinado a las indicaciones presidenciales.

Tendrá un papel más activo que Olga, pero, sin duda, la operación central del gobierno seguirá estando en el círculo cercano al Presidente, que no está exento tampoco de diferencias internas y de una centralización tan intensa en torno al mandatario que le hace perder efectividad. Sánchez Cordero será la presidenta de la Mesa Directiva en el Senado, en donde dependerá, y mucho, de su cooperación con Ricardo Monreal: sin experiencia legislativa y sin lazos con la mayoría de los legisladores, del oficialismo y de la oposición, ya vivió lo que es querer operar sin contar (o dejándola a lado) con Monreal.

Lo que no se termina de entender es que para recibir, como en todo en la vida, pero más en un Congreso sin mayorías, hay que dar. La lógica de imponer legislación y cambios constitucionales pudo funcionar inmediatamente después de las elecciones, pero cuando ya estamos en la segunda mitad de su mandato, y cuando se perdieron espacios legislativos, necesariamente el gobierno tendrá que negociar si no quiere caer en la parálisis legislativa. Y como la agenda que quiere sacar el presidente López Obrador en este periodo es básicamente constitucional, requerirá de una mayoría calificada que no tiene.

En la gestión de gobierno no sólo se requieren credenciales intachables como las que tenía Sánchez Cordero en su paso por el Poder Judicial, sino también capacidad de operación y saber para qué es el poder que se detenta. Se trata de política, no de buenas intenciones.

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