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Agosto 19: la noche triste de la 4T

Jorge Fernández Menéndez

Jorge Fernández Menéndez

Razones

Quizás algún día, en un futuro, algunos historiadores ideologizados y revisionistas la calificarán como “la reivindicación de la noche victoriosa”, pero, por lo pronto, la del jueves 19 de agosto será recordada como “la noche triste de la 4T”. Las sucesivas derrotas en la Comisión Permanente del Congreso de la Unión y las decisiones del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación marcaron una de las peores horas de la administración López Obrador, no tanto por lo votado en esas instancias judiciales y legislativas, sino porque marcan un hito interno y externo y deberían ser el fin de un tipo de gestión que cree que desde el Ejecutivo todo se puede, abusando de mayorías que a veces no son tales.

En el Congreso, la convocatoria al periodo extraordinario para legislar sobre la consulta de revocación de mandato no era viable salvo que parte de la oposición se doblegara al oficialismo. Y eso era difícil, primero porque la reforma, que tuvo apoyo constitucional, había sido aprobada desde 2019 y desde entonces nadie, midiendo tiempos políticos, tuvo prisa por sacar la legislación secundaria: unos se sentían demasiado fuertes, otros demasiado débiles.

Repentinamente, luego de los resultados electorales de junio y del fracaso de la llamada consulta sobre los expresidentes, el presidente López Obrador comenzó a presionar a su mayoría legislativa para sacar a como diera lugar esa legislación. Cometió varios errores que lo hicieron intransitable. Primero, cambió el sentido de la consulta: en el texto constitucional se habla de consultar “la pérdida de confianza” y, por ende, la revocación; en el texto que se trató de impulsar para el extraordinario se hablaba de una consulta para “ratificar” el desempeño presidencial. Es completamente diferente.

Segundo, entre los muchos movimientos internos extraños que se dan en este gobierno, se decidió que la única que tendría la representación del oficialismo para negociar esa norma sería la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, desplazando al coordinador de los senadores, Ricardo Monreal, y a otros operadores del propio gobierno federal, que fueron quienes sacaron todo el paquete legislativo en la primera mitad de esta administración. Vaya a saber cómo negoció la secretaria, pero lo cierto es que todos los intentos fueron vanos, incluyendo la extraña y repentina enfermedad de una legisladora de MC.

Pero también porque, como ocurrió exactamente para estas fechas en 1997, la oposición unida en el Congreso, con todas sus diferencias internas, con sus luces y miserias, confirmó que no le alcanza para legislar sola, pero sí para contener y marcar agenda. En aquellos días de 1997, con una oposición que logró una mayoría ínfima en la Cámara de Diputados, comenzó, en muchos sentidos, el proceso que llevó a la derrota del PRI en el año 2000. No comprender ese proceso, tratar de bloquearlo, acumulando todos los espacios de negociación oficial terminaron también, hay que recordarlo en estos días, descalificando al secretario de Gobernación, Emilio Chuayffet, que no sólo perdió en esos días sus aspiraciones a ser candidato presidencial, sino también el cargo. Sin interlocución con la oposición (en esos días la retomó Liébano Saénz), le pidieron su renuncia en enero de 1998, luego de la masacre de Acteal. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

La pregunta es ¿por qué la prisa y el desaseo? Primero, porque el cambio en el sentido de la consulta no es menor: una cosa es preguntar si se le perdió la confianza a un mandatario, federal o estatal, y a partir de ello revocar su mandato, y otra, muy diferente, es preguntar si se ratifica (o sea que si se le mantiene la confianza). Haber intentado ese cambio no es un dato menor.

Lo otro es que el INE había anunciado que emitiría sus propias normas para la consulta, ya que ésta no había sido aprobada en los términos legales, o sea, cuando terminó el último periodo ordinario de esa Legislatura. Lo hará, anunció el INE, el 27 de agosto. Y el primero de septiembre asumirá una nueva Legislatura en la que, como aquella de 1997, el oficialismo mantendrá su mayoría relativa, pero ya no la absoluta ni menos aún la calificada. Con aliados, como el partido Verde, que harán valer el peso de sus 43 diputados y con opositores que habrán descubierto que les rinde más serlo que convertirse en aliados circunstanciales.

Todo eso se sumó a decisiones del TEPJF que influyen en este proceso. El Tribunal, ya con su nueva conformación interna, anuló el triunfo a cuatro diputados de Morena, y en el caso de Campeche, donde las diferencias entre el primero y el tercero son de menos de diez mil votos, existiendo además un porcentaje de votos anulados mayor a esa diferencia entre los tres primeros competidores, canceló la constancia de mayoría que le habían otorgado a Layda Sansores y ordenó que se hiciera nuevamente el recuento de votos, uno por uno, de toda la elección.

Judicialmente, las decisiones son impecables, pero tanto el INE como el TEPJF no se salvaron de la indignación presidencial que demandó, una vez más, que se vayan todos y se renueven en su totalidad esos organismos. Sin comprender que los votos en el Congreso tampoco le alcanzarán para eso y para la reforma electoral, de carácter constitucional, que pretende. Revisionismo aparta, parece que falta mucho para que la noche triste se convierta en la noche victoriosa.

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