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La Corte y las urnas

Javier Aparicio

Javier Aparicio

El 3 de octubre pasado, Eduardo Medina Mora renunció al cargo de ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en una escueta carta sin fecha y sin explicar cuáles eran las causas graves que motivaban su renuncia. El Presidente aceptó su renuncia y el martes pasado el pleno del Senado hizo lo propio con una abrumadora mayoría.

Se dice que las causas graves detrás de la renuncia están relacionadas con investigaciones en proceso tanto en México como en el extranjero. La renuncia sin mayores detalles no era la única vía de salida. El ministro pudo haber solicitado una licencia para encarar las acusaciones. Por otro lado, también pudo haber sido sometido a juicio político. Si su salida mediante renuncia se debió a alguna negociación política, es probable que nunca conozcamos el fondo del asunto.

En 2015, al igual que muchos especialistas, en este mismo espacio argumenté que Medina Mora no contaba con el perfil adecuado para llegar a la Corte. En ese sentido, su salida puede leerse como la consecuencia mediata de un vicio de origen. Si una persona corrupta llegó al máximo tribunal —o se corrompió al llegar al cargo— es de aplaudirse su salida. Sin embargo, la forma en que se tramitó ésta difícilmente cumplió con el debido proceso. Y no se trata de defender al ahora exministro, sino que la opacidad de su salida abre el camino para otras renuncias quizá más cuestionables. Después de todo, la credibilidad de una Corte depende, entre otras cosas, tanto de la calidad del proceso de entrada como el de salida. Designaciones cuestionables pueden acabar en renuncias igual de cuestionables, y ambas cosas debilitan a la Corte.

Las consecuencias de la nueva vacante en la Suprema Corte son diversas. La renovación escalonada de la Corte es parte de su solidez como contrapeso en una democracia constitucional. Mientras mayor sea el número de designaciones de cualquier Presidente, mayor influencia tendrá en el pleno. Hasta la semana pasada, en la integración de la Corte había cinco personas propuestas de Calderón, tres por Peña Nieto, una por Fox y dos por el actual Presidente. Hay factores impredecibles en las designaciones: el ministro presidente, Arturo Zaldívar, llegó a propuesta de Calderón. Eduardo Medina llegó para cubrir una vacante tras el deceso del ministro Sergio Valls.

Con la nueva silla vacía en la Corte, el presidente López Obrador habrá propuesto a tres ministros en su primer año de gobierno. Y sucede que cualquier Ejecutivo que cuente con al menos cuatro votos “leales” en la Corte —ya sea por su designación original o por súbita conversión, por así decirlo— puede tener un importante poder de veto en las acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales, mismas que requieren ocho de once votos del pleno.

Hay dos formas sencillas de zanjar algunas de las especulaciones tras la renuncia de Medina Mora. En primer lugar, que la terna para la nueva designación incluya perfiles impecables. De otro modo, solamente se sustituiría un amigo presidencial por otro y otra. En segundo lugar, que sea cual fuere la nueva designación, que la Corte —y el Poder Judicial en general— demuestren o mantengan su independencia y autonomía en cada uno de sus fallos y sentencias. De otro modo, la salida del ministro podría leerse como una forma de presionar o doblegar al contrapeso más importante que enfrenta un Ejecutivo con mayoría en el Congreso.

Si tanto la designación de Medina Mora como su precipitada salida debilitaron la confiabilidad de la Corte, el proceso y la calidad de su reemplazo podrían revertir o agravar el problema de fondo: un Poder Judicial vulnerable a los caprichos presidenciales.

Este problema no es nuevo, pero su resolución es más urgente frente a un Ejecutivo más poderoso. Si el Poder Judicial se ha corrompido por años y años, surge un dilema: ¿cómo limpiar a un Poder sin hacer que el Presidente acumule más poder?

La Corte es un contrapeso clave de toda democracia constitucional. Y ser contrapeso no equivale a ser oposición, sino a ser un mecanismo de control democrático del poder y los derechos individuales. La Corte no debe seguir el mandato de las urnas, ni las de ahora ni las de ayer, sino el legado de éstas y todas las anteriores cifrado en el marco constitucional.

 

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