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Sueldos, recortes y resistencias

Humberto Musacchio

Humberto Musacchio

La República de las letras

Andrés Manuel López Obrador anunció que fijará para sí un sueldo de poco más de cien mil pesos mensuales y que los funcionarios de su gobierno tendrán que ganar menos que eso, lo que resulta plausible en un país de pobres. Pero ya se sabe que lo bueno para la mayoría suele ser inaceptable para las minorías más favorecidas.

Por lo pronto, el señor ministro Luis María Aguilar, presidente de la Suprema Corte, negó que los sueldazos de él y sus colegas y las muchas otras prestaciones representen “privilegios inconfesables”, pues confiesa que son “para un servicio público indispensable, ineludible”. Otras voces, menos notables, por supuesto, han dicho que tales remuneraciones son para que los togados no se corrompan, aunque algunos cobran mucho y también se corrompen. Hay varios casos.

Otros que andan bien abrigados porque no los calienta ni el sol son los consejeros del Instituto Nacional Electoral. Uno de ellos ya dijo que sería anticonstitucional el recorte a sus percepciones y otro, humildemente, dijo que no ganan tanto, pues ya con los descuentos el saldo neto es de “apenas” 170 mil pesos mensuales. No sólo los consejeros pertenecen a la burocracia dorada, pues, por ejemplo, en 2016, uno de los asesores de Lorenzo Córdova “ganó” cada mes 205 mil 783 pesos, algo así como 90 salarios mínimos diarios.

Circulan por ahí estimaciones, según las cuales hay 35 mil funcionarios públicos que perciben más de cien mil pesos al mes. Como se trata de la alta burocracia, en cada cambio de gobierno deben buscar ratificación o reacomodo, pues en su inmensa mayoría no tienen base definitiva. De modo que si consiguen chamba para el próximo sexenio, tendrán la oportunidad de rechazarla si el pago está por debajo de sus expectativas. De ese modo se podrán dedicar a los negocios, pero ya por su cuenta y riesgo, y que les vaya muy bien.

Más peligroso es el anuncio de que se respetarán los derechos adquiridos por los trabajadores de base del sector público, pues decirlo de esa manera, como lo hizo AMLO, es dejar en el aire a la mitad o más de los actuales burócratas, quienes laboran por honorarios, esto es, sin base, sin servicio médico, sin fondo de ahorro, sin que se les tome en cuenta la antigüedad y, en fin, en la mayor desprotección laboral.

Más bien, lo procedente sería regularizar a esos mexicanos que sí trabajan, pues generalmente hacen las tareas que la burocracia de base no realiza, amparada en la inamovilidad y un sindicalismo mal entendido. No se trata de algunos trabajadores, sino de cientos de miles que han caído en esa situación porque desde hace varios sexenios se convirtió en una práctica regular la contratación de personal sin derechos y hasta de prestadores de servicios del llamado out sourcing, que se hallan en el más triste desamparo laboral.

Dentro de los planes de desempleo se incluye dejar en cada entidad federativa a sólo un representante del gobierno federal, lo que implica suprimir las plazas de las decenas de delegados existentes —uno y más por dependencia—, así como de sus equipos de trabajo, que suman en total varios miles en el país.

Es sabido que muchos de esos delegados tienden a congraciarse con el gobernador respectivo, quien en reciprocidad suele mostrarse generoso e incorporar a las nóminas estatales a esos “servidores públicos” o por lo menos llenarlos de obsequios y favores. Si resulta injusto generalizar, considérese por lo menos que se trata de un fenómeno que de ninguna manera es aceptable.

Se critica que López Obrador vaya a designar sólo a un delegado y no a decenas por estado, lo que se interpreta como el nombramiento de superdelegado o “virrey” por entidad, tan poderoso que fatalmente entrará en competencia y hasta en colisión con el gobernador constitucionalmente electo. Y sí, ése es un riesgo, pero puede reducirse con buenos equipos de especialistas. En todo caso, el ahorro puede ser considerable.

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