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Niños migrantes (II)

Gustavo Mohar

Gustavo Mohar

En estos tiempos donde nos encontramos conmocionados, enojados, tristes, por la salvaje violencia infringida a la niña Fátima, muestra de la agresión que sufren muchísimas mujeres en nuestro país, se ha disparado una sana reacción de la sociedad sobre un añejo asunto donde todos somos cómplices por ignorarlo, subestimarlo y peor aún, trivializarlo. Esperemos que la marcha convocada para el próximo 8 de marzo y la ausencia de mujeres el día siguiente en centros de trabajo, públicos y privados, trascienda y dé pauta para un debate público que se traduzca en políticas concretas, protocolos de convivencia, actitudes que prevengan, castiguen abusos o acosos hasta ahora impunes en su inmensa mayoría.

En el caso del fenómeno migratorio, la presencia de mujeres y niñas es un componente crítico en lo que hace la vulnerabilidad que conlleva emigrar. Son incontables los delitos que sufren en su tránsito por México. Los medios de comunicación reportan esporádicamente los casos más visibles o dramáticos, pero con certeza habrá muchos más que pasan desapercibidos, ignorados.

Las mujeres y niñas migrantes son extorsionadas, al igual que los hombres, por autoridades venales y pandillas delictivas con el agravante de sufrir acosos sexuales como una forma de extorsión para dejarlas continuar su camino.

La experiencia que cientos de miles de menores de edad que han cruzado nuestro territorio de la mano de sus padres o madres deja huella por el resto de sus vidas.

Hace algunos años, el entonces jefe de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos me platicó su propia experiencia: originario de un pequeño pueblo de Michoacán, su padre los abandonó, por lo que su madre decidió emigrar para reunirse con su hermana radicada en El Paso, Texas. El chief tenía entonces seis años. Recordaba con una claridad y precisión impresionante lo que vivió una noche al cruzar el río Grande de la mano de su mamá guiados por un coyote, en compañía de un pequeño grupo de paisanos de su pueblo de origen. Si bien el río aparenta ser un caudal tranquilo, la realidad es que tiene fuerte corrientes subterráneas que demandan saber nadar y tener fortaleza para poder cruzarlo. El pánico que tuvo los pocos minutos que tardaron el llegar “del otro lado” le provocaron por mucho tiempo pesadillas y una constante ansiedad que sólo con el tiempo pudo superar.

Con los años, ascendió el escalafón de la Patrulla Fronteriza, trabajando en la amarga tarea de detener y regresar a México a miles de paisanos que, como él, cuarenta años antes, intentaban internarse a Estados Unidos sin los documentos requeridos. Me compartió: “en una ocasión detuve una madre con su hijo chiquito, la señora me rogaba los dejara seguir, había vendido sus pocas pertenencias para pagar al coyote y esperaba reunirse con su marido en Los Ángeles; no podía hacer eso, lo más que pude ofrecerles fue llevarlos a comer a un McDonalds y regalarle a su hijo un juguete; me vi en ellos, pero al haber crecido y estudiado en El Paso creo en la aplicación de la ley y no tuve otro remedio”.

La prestigiada doctora María Elena Medina Mora, quien fuera directora del Instituto de Psiquiatría y ahora investiga los impactos en la salud mental de los migrantes, presentó en el seminario que cité en mi anterior entrega una fascinante ponencia sobre los impactos y secuelas que tiene para cada menor de edad la experiencia de emigrar indocumentado. Los daños síquicos y emocionales que experimentan los niños y niñas migrantes son múltiples: depresión, ansiedad, insomnios, conductas erráticas en su comportamiento, autismos.

La siguiente frase con la que concluyó sus palabras lo resume todo: “Estamos siendo testigos de una crisis humanitaria de salud y salud mental de enormes proporciones que está impactando a innumerables menores de edad, sus padres, familias enteras, comunidades en lo individual y colectivo en el corto y mediano plazo. En muchos casos con desquiciantes consecuencias para toda su vida”.

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