Mexicanos al grito de guerra

El derrotado imperio hace siglos dejó de existir.

Abrazar al enemigo, cuando éste no ha depuesto las armas e insiste en imponer violentamente sus pretensiones, es rendirse. Es más, no puede verse sino como un acto de traición. Eso fue lo que hizo López Obrador, rendirse e hincar a los mexicanos frente al crimen organizado. Para hacerse del poder, mercó el acceso a la más potente y devastadora red territorial que existe en México.

Calderón, con la única capacidad probada de hablar, hablar y hablar, torpemente declaró una guerra para la que no estaba preparado. Hoy, vive las mieles de haber entregado buena parte de un jugoso negocio que vedó a mexicanos. Ambos tienen que pedir perdón a cientos de miles de familias agraviadas por sus impresentables decisiones.

El abuelo del tabasqueño llegó acá, se dice, con documentación falsa, huyendo del llamado que le hicieran las fuerzas armadas de su país. Casose con hija de asturianos. Hoy, cuando la señora Presidenta exige perdón al rey de España, no acierto a saber si lo hace en favor de búlgaros o de lituanos, dada su muy somera raíz nacional, o bien, si lo hace en favor de un imperio que ya no existe. Olvida que los pueblos originarios estaban sometidos, a maza y sangre, por el hegemónico poder central, ése que, inexplicablemente, sucumbió ante un puñado de extremeños.

Cuando se tienen más de tres generaciones en este país se sabe que los tarascos, purépechas y muchos pueblos del sureste jamás se rindieron; que, tras la batalla de Tixkokob, naturales y recién llegados aprendieron a convivir, y que los rarámuris deben su lastimoso rezago a dos oaxaqueños enfermos de poder.

Debe decirse, y lo digo, decenas de millones de mexicanos producto del mestizaje, que somos mayoría, no reconocemos su reclamo. Los pueblos originarios no exigen una disculpa, porque su situación no fue producto de la llegada de los hispanos. El lacerante vasallaje al que estaban sometidos venía de mucho tiempo atrás, con la diferencia de que se acabó la guerra florida y, así, el tributo de sangre.

El derrotado imperio hace siglos dejó de existir, por lo que Castilla y Aragón ya no tienen a quien pedirle perdón. Donde no hay intención no existe ofensa y, hasta donde sé, Felipe VI en nada nos agravia.

Pero ya que hablamos de pedir perdón por guerras, en las que sólo inocentes la pagan, hablemos de la guerra comercial que está emergiendo con preocupantes alcances en suelo nacional. No se precisan palabras para declarar una guerra, y su antecesor dejó sentadas las bases para que aquí, China y EU se den con todo, pasando factura al aparato productivo nacional. Esa guerra sí es de hoy y afecta a la nueva quien gobierna.

A finales de enero, de no tomarse urgentes acciones diplomáticas, que estuvieron lejos de la muy opinable capacidad de la anterior canciller, el resultado electoral estadunidense puede llevarnos por un camino perdedor. De actuar a tiempo, ese derrotero puede ser provechoso, todo depende del buen oficio.

Hasta hoy, sólo los contendientes han puesto alcances y reglas sin que el gobierno anfitrión acuse recibo de que hay nóminas y cadenas de suministro locales involucradas. Tarde o temprano, resentiremos los efectos de la refriega. Cuba y su muy estatal empresa eléctrica dejaron claro que el patrioterismo vende, pero que la realidad cobra. Pemex no fondea su operación en el mercado chino ni sus principales proveedores y clientes son de allá.

De verdad, Presidenta, ¿va a seguir sudando la calentura de su antecesor? Aún es tiempo para no tener que pedir perdón por una guerra que en silencio ha declarado, atándonos a Venezuela, Bolivia y Cuba.

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