Para quienes piensan que aún seguimos en la etapa formativa del Estado, habrá que decirles que el siglo XVIII quedó atrás. En efecto, para quienes provienen de un modelo educativo primitivo y básico, el bien común y la consolidación patrimonial del gobierno es lo mismo. Esto es, asumen que todo lo que beneficie al Estado, entendido como el sector público, es bueno para la comunidad.
Sin embargo, una vez que la nación mexicana formó su patrimonio, como causahabiente de la corona española, e identifico las funciones que le son propias, quedó claro que no se trata ya de una entidad en formación cuya expansión sea el objeto de la política. De ahí en adelante, la expropiación quedó confinada como acción extrema, a la que sólo se acude para paliar un abuso notorio y lesivo de la colectividad.
Los obsoletos y superados modelos de comunismo y fascismo, así como todos aquellos que ponen al que detenta el poder por encima de los ciudadanos, fueron cayendo a lo largo del siglo XX, dado que nadie, en su sano juicio, piensa que el fin común pueda ser crear una burocracia omnipotente, que gradualmente se va apoderando de los medios de producción.
Nuestro pintoresco cacique propala un discurso ramplón, en el que el pueblo, el gobierno y él son lo mismo, por lo que el Estado mexicano quiere lo que él quiere, y se agota y consume en ver realizada su obra, dándose a sí mismo la razón cada mañana. No sería nada raro que, allá en la tienda de su padre, sostenida por los derrochadores trabajadores petroleros, algún día se haya propuesto colocar a Pemex como fin último del Estado. En esa ilógica, debe pensar que colmar su presupuesto está por encima de cualquier derecho, incluyendo los que consagra la Carta Fundamental.
Lo que es bueno para la más ineficiente, emproblemada y endeudada empresa dedicada a extraer hidrocarburos es la meta que debe prevalecer por sobre todas las cosas, ha de rezar el mantra de su esquizofrénico culto. Sin embargo, no estamos formando el patrimonio del Estado mexicano, por lo que nadie puede sostener que sea oportuno el establecer como fin u objetivo nacional el producir a toda costa ese energético que pronto caerá en desuso. Tampoco hay quien seriamente sostenga que tal paraestatal pudiera albergar viabilidad alguna, por lo que alegar que se precisan materias primas para que la entidad chatarra siga haciendo el ridículo industrial, resulta hilarante.
Esos primitivos desplantes tuvieron cabida en una sociedad rústica como la de principios del siglo XX, cuando en el instrumento fundacional el Estado se afirmaba a sí mismo, acaparando o acopiando recursos naturales, como medio para financiar su sustento. En México no se expropia para repartir riqueza entre los mexicanos, sino para mercar y traficar intereses, y para apoderarse de medios que sufraguen la operación burocrática, y, por ende, los puestos y capacidades para mantenerse en el poder.
La más celebre, aquella promovida por Cárdenas, ocurrió cuando los petroleros extranjeros no quisieron financiar su capricho carretero y, durante décadas, pagamos el berrinche, hasta que, por un brevísimo plazo, Pemex aportó, en los años 70, caudales importantes que llegaron al presupuesto federal.
Resultaría hilarante, insultante y hasta fantasioso, decir que los mexicanos debemos preocuparnos porque siga operando Pemex, para que de ahí se cubran los gastos federales de salud, seguridad y otras actividades sustantivas, dado que todo el mundo sabe que de ahí sólo salen facturas a pagar, altísimos sueldos para funcionarios y empleados, y oscuras operaciones en altamar que compran campañas.
Hay que ser claros, dado que a lo largo del sexenio sólo hubo malas decisiones, y peores resultados, hubo que salir a la calle a buscar una empresa que ya estuviera operando rentablemente, para abatir los costos que, desde dentro, jamás bajarían, a modo de generar la apariencia de que tuvieron algún avance, después de haber realizado el más ominoso e injustificado “rescate” con cargo al erario federal.
