Lo usual en democracia es que los ciudadanos se decanten en las urnas frente al gobierno. Si éste hace bien las cosas, el candidato identificado con la continuidad tendrá mejores posibilidades de ganar. Pero los regímenes populistas buscan trastocar esa lógica y poner a la oposición como punto de definición. Que no sean los resultados de la administración lo que esté en el centro de la discusión pública, sino los supuestos vicios, peligros y malas intenciones de los disidentes.
Llegaron al poder por la indignación respecto al estado de las cosas, responsabilizando a quienes sustituyeron y, como no pueden mejorar la situación e incluso la empeoran, no sólo culpan de los problemas a la herencia del pasado, sino que alertan de manera permanente y apremiante sobre la amenaza que, aseguran, los disidentes representan para el país. Denuncian imaginarias perversidades de los otros para no rendir cuentas por los fracasos de su gestión.
El poder populista se legitima en su confrontación con la oposición y en eso, junto con el culto a la personalidad del gobernante, se basa la ingente propaganda oficial. Eso quizá explique por qué la mayoría oficialista en la Cámara de Diputados insistió en llevar a votación el dictamen de la contrarreforma eléctrica presentada por el presidente Andrés Manuel López Obrador, sabiendo que no les alcanzaban los números para modificar la Constitución. Si decidieron ir a la derrota del líder máximo, algo que pudieron evitar difiriendo la discusión, es porque aquél creyó que podría sacarle utilidad.
Desde antes del revés, el mandatario había adelantado que exhibiría a los “traidores a la patria” que se atrevieran a votar contra su iniciativa. Es decir, lo veía como oportunidad para envolverse en la bandera y apuntar con el dedo flamígero a sus adversarios políticos, acusándolos por enésima ocasión de representar intereses de corporaciones extranjeras, pero ahora con el agravio a flor de piel. Sin embargo, el resultado demuestra que pueden obstaculizar con éxito eso que llama “proyecto transformador”.
Sepultar el aura de imbatibilidad no es cualquier pérdida para quien busca restaurar el presidencialismo autoritario. Quizá abrigaba la esperanza de que un buen número de diputados opositores no soportarían caer bajo el escarnio de su denuncia pública y podría imponerse, por ausencia de algunos y suma del voto de otros. Pero si eso pensó, es obvio que se sobrestimó. Ya no tiene la fuerza del inicio de su gobierno y el fallido ejercicio de revocación con 82% de abstención, aunado al desgaste por tanta trampa y violación a la ley, no revirtió el declive propio de los tiempos de la sucesión que él mismo decidió adelantar.
Pero el caso es que prefirió seguir hasta el final aun a sabiendas que no obtendría la mayoría calificada. La cooptación del diputado priista Carlos Miguel Aysa, cuando su padre busca la ratificación del Senado para ser nombrado embajador en República Dominicana, sólo logró cohesionar más a la oposición y exhibir las malas prácticas y desesperación del régimen. Que el nombramiento en cuestión sea del que fue gobernador sustituto en Campeche del actual presidente del PRI, Alejandro Moreno, huele a venganza por la negativa de ese partido a darle los votos que le faltaban. Y pretender quitarse el golpe con una reforma a la Ley Minera en fulminante fast track, saltándose todos los procedimientos parlamentarios para que el litio sea declarado propiedad de la nación, algo que ya dice la Constitución, confirma la pueril intemperancia presidencial.
No se debe gobernar con arrebatos, pero hay algo peor: considerar a la discrepancia “traición a la patria”. Eso polariza y encarece el diálogo, llevando las cosas a una situación en la que el cinismo es la única salvaguarda. ¿Cómo es que el Presidente denuncia un delito tan grave y no hay consecuencias legales? Es que sólo es propaganda, pero qué pasa si algún día decide tomarse en serio y proceder. La intolerancia dinamita la democracia.
La derrota también fue en el plano de las ideas y eso no se revierte con consignas y anatemas de un patrioterismo ramplón. Pero preocupa que el Presidente busque enfurecer a los suyos antes que convencer a los extraños.
