Popularidad sin resultados
La evaluación del gobernante que predomina no es racional, ahí la paradoja.
La única medición que le importa es la de la percepción sobre sí mismo. Para ella trabaja de manera incansable y sistemática; si hay una política de Estado en este gobierno es la de exaltar la figura del Presidente, quien encontró en sus conferencias mañaneras la llave para darle la vuelta a la prohibición constitucional de la propaganda personalizada. En las encuestas de popularidad, Narciso encuentra el reflejo que lo reconforta sin reparar en el desastre que le rodea.
El recuento de los daños será devastador, pero la apuesta es conservar el poder mediante la campaña permanente del mandatario y los recursos a su disposición. De eso depende no sólo la continuidad del proyecto, sino también el mito que el líder se construye incansablemente, el que decretó desde antes de empezar a gobernar, dándose un lugar al lado de los próceres de la historia de bronce, aunque su gestión no tenga resultados que presumir.
Porque lo que sí tiene Andrés Manuel López Obrador es un cuento épico que reitera todos los días para recordar que él es el bueno, que lucha por el pueblo y enfrenta intereses poderosos y mezquinos representados por sus adversarios. No importa que sea fantasioso y falsario, es sencillo y creíble para su base electoral y toca fibras sensibles en sectores amplios de la población.
Los pobres no están mejor ahora, de hecho, 8 millones salieron de la clase media para engrosar sus filas y hay 4 millones más en pobreza extrema, pero los reivindica y sabe sacarle jugo al resentimiento social por la exclusión, las injusticias y los privilegios que siguen presentes, pero a los que pone rostro y nombre identificándolos con aquéllos a quienes combate. Esa sensación de revancha histórica divide y polariza, pero es efectiva para hacerles creer que al menos ahora cuentan con alguien que los vengará.
Se trata de cultivar emociones. La evaluación del gobernante que predomina no es racional, de ahí la paradoja: las políticas públicas salen reprobadas y, sin embargo, al Presidente lo aprueban. Hemos visto en este sexenio escándalos y tragedias que en otro momento o en otros países hubieran derribado gobiernos y aquí no causaron mella ni en la popularidad de quien lo encabeza. De los juicios implacables se pasó a la indulgencia con el actual titular del Ejecutivo, pues muchos valoran más las intenciones que los hechos y le han perdonado todo porque con gestos, símbolos y puestas en escena les ha hecho creer que es uno de ellos.
Pero ese efecto teflón no convierte el fracaso en éxito. Los problemas se agudizan, la violencia no cede, la descomposición institucional es inocultable, la corrupción se desparrama, el sistema de salud está colapsado, no hay manera de crecer sin inversión, el encono incentivado desde el poder es una bomba de tiempo, los elefantes blancos no dejarán de serlo por el decretazo, la militarización incidirá crecientemente en la vida política, el desprecio por la ciencia generará rezagos, la enorme cantidad de frentes abiertos por el propio López Obrador pasará factura. La narrativa puede afectar percepciones, interpretar acontecimientos y circunstancias, modelar opiniones, pero no cambiar la terca realidad que siempre acaba por alcanzarnos.
La aprobación del Presidente que, según una encuesta, oscila de 54% a 68% es, sin duda, alta, pero no es transferible al candidato que designe, ni a su partido. No deja de ser curioso que quien hace todo por ser imprescindible para su movimiento y busca con fraude a la ley ir de nuevo a las urnas, buscando ser ratificado y alimentar el culto a su personalidad, piense en dejar el poder como si tuviera la certeza de que su sucesor no le pasará la cuenta por el tiradero, así se trate de la destapada por su dedo índice.
La oposición puede ganar si se une y elige democráticamente su candidatura presidencial. De héroe a villano sólo hay un paso, tal como lo constató Carlos Salinas, a pesar de su alta popularidad y que gobernaba el correligionario que él designó. Benito Juárez murió como presidente en Palacio Nacional y ese hecho resultó afortunado para el mito juarista y su culto. Pero López Obrador se debe ir en 2024 y tendrá que hacerse responsable por sus resultados.
