Estado, crimen y revictimización
En lugar de concentrar la indignación contra quienes matan con crueldad y espeluznante ligereza, dejando en claro que eso es intolerable al ir tras ellos hasta encontrarlos, la diluyen para darle vuelta a la página lo más pronto posible.
No hay líneas rojas. Se puede cometer el crimen más atroz y se le trata como uno más del fuero común. No importa que sea cometido por la delincuencia organizada o se usen armas de uso exclusivo del Ejército, ambas situaciones de competencia federal, minimizan el hecho, dejándoselo a las fiscalías estatales. El mayor incentivo de las masacres que no dejan de repetirse es la impunidad, pero eso no parece preocupar a quien conduce el país en el sexenio más sangriento de la historia.
Uno esperaría que se usara toda la fuerza del Estado para perseguir a criminales que se atreven a secuestrar jóvenes para obligarlos a matarse entre sí o levantarlos en un balneario para luego deshacerse de sus cuerpos o dispararles a mansalva e indiscriminadamente en una posada; pero el régimen prefiere culpar a las víctimas de su desgracia, así sea con mentiras. La misma infamia de quienes pretenden atenuar una violación porque la mujer vestía minifalda es la que vemos cuando se quiere explicar un asesinato colectivo por supuesto consumo de drogas.
La relación es inexistente y lo de menos es que la insinuación no esté comprobada y la evidencia acabe desmintiéndola, se inocula la descalificación moral de quienes son masacrados a sangre fría para reducir la presión social sobre las autoridades. Si ellos se lo buscaron por no ser dechados de virtud, entonces no es tan grave –sugiere la perversa especie oficial ante hechos cuya normalización llevan a aceptar la barbarie como presente y destino–. En lugar de concentrar la indignación contra quienes matan con crueldad y espeluznante ligereza, dejando en claro que eso es intolerable al ir tras ellos hasta encontrarlos, la diluyen para darle vuelta a la página lo más pronto posible.
Resulta desgarrador escuchar a padres que sienten la necesidad de aclarar que sus hijos asesinados son gente de bien, ante las insidias presidenciales que los revictimizan, cuando eso ni siquiera debiera estar en cuestión. El gobernante los ensucia para preservar su popularidad, pero los realmente beneficiados con eso son los criminales despiadados que ven desviar la atención de lo que nos tendría que unir como sociedad: el clamor de justicia.
La apuesta de la actual administración para enfrentar al crimen organizado fue la creación de la Guardia Nacional, la cual cuenta con casi 130 mil efectivos y en 2024 recibirá un presupuesto del orden de 70 mil millones de pesos; pero brilla por su ausencia cuando se trata de prevenir o reaccionar contra sicarios y extorsionadores que actúan a sus anchas, sembrando terror en poblaciones enteras. Para financiarla cancelaron fondos y programas federales que servían para fortalecer, capacitar y equipar a policías estatales y municipales que, por lo mismo, están en desventaja frente al poder de fuego de los comandos armados de cárteles empoderados.
Pero, por absurdo que parezca, en los hechos dejan el paquete de hacerle frente a los más poderosos y sanguinarios grupos criminales a las castigadas policías locales mientras la Guardia Nacional anda concentrada en perseguir migrantes para modular su éxodo según el cálculo, las presiones y los acuerdos con el gobierno de Estados Unidos, lo cual, por cierto, ha aumentado las violaciones a derechos humanos sin disminuir el secuestro, la trata y la vulnerabilidad de personas que buscan atravesar el país sin documentos en busca de una vida mejor.
La indolencia frente al salvajismo criminal es un pernicioso agravio social y nada se hace para debilitar a los cárteles. Al contrario, el elefante en la sala es su creciente participación en procesos electorales, lo cual debiera ser una preocupación de primer orden del Estado mexicano. Sería a todas luces inadmisible que el narco definiera la elección presidencial, pero el tema no está en la agenda pública porque desde la cúspide del poder político se apuesta a ganar de cualquier forma.
Los vacíos se llenan y si las autoridades no protegen ni procuran justicia, lo hará la población por propia mano o los grupos criminales, como de hecho ya sucede en algunas zonas. No es que el Estado sea fallido, es que ha renunciado a su principal obligación y las consecuencias son igual de funestas.
