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El populismo punitivo es propio de la extrema derecha, pero eso no fue obstáculo para que, a principios de sexenio, el Ejecutivo, que dice representar un proyecto de izquierda, enviara una iniciativa de modificación al artículo 19 de la Constitución, que amplía el ...

El populismo punitivo es propio de la extrema derecha, pero eso no fue obstáculo para que, a principios de sexenio, el Ejecutivo, que dice representar un proyecto de izquierda, enviara una iniciativa de modificación al artículo 19 de la Constitución, que amplía el catálogo de delitos que ameritan prisión oficiosa, misma que fue aprobada. Eso no ha disminuido la violencia ni la impunidad, pero las cárceles están repletas con personas que no han sido sentenciadas, en su inmensa mayoría, de escasos recursos.

Cabe preguntarse, por qué el gobierno que dice preocuparse por los pobres presiona públicamente a la SCJN para mantener dicha figura que los desprotege como a nadie, conculcando derechos humanos. Lo que salta a la vista es el cambio de discurso. Quienes mandan abrazos a los criminales y predican que “no se combate el mal con el mal” para justificar la orden de eludir la confrontación armada con comandos del crimen organizado, abogan de pronto por la mano dura y aseguran que su estrategia depende de encerrar y luego averiguar.

Es muy parecida a la contradicción discursiva que militariza la seguridad pública, porque los soldados son los “únicos que pueden enfrentar a los criminales”, al tiempo que aplauden que huyan de ellos debido a que “los problemas no se arreglan con la fuerza”. Pero hay más. Afirman que atienden las causas de la delincuencia, ubicando como la principal a la pobreza, pero, lejos de combatirla, la castigan y perpetúan en las familias que gastan lo poco que tienen para trasladarse a los reclusorios y pagar para que sus seres queridos puedan subsanar su estancia, no ser agredidos y evitar, no siempre con éxito, que sirvan o se incorporen a alguna de las bandas criminales que operan en su interior para sobrevivir en lo que esperan ser juzgados, careciendo además de una defensa competente.

Tamaña incongruencia tiene explicación. Los intereses siempre están por encima de la demagogia y decidir a quién encarcelar es un poder muy tentador para la restaurada Presidencia imperial. Sirve lo mismo para intimidar que para castigar, incluso paraicooptar, pues la zanahoria es más efectiva cuando hay un garrote amenazante. Así que las personas en pobreza encarceladas sin sentencia son vistas como “daños colaterales” de este instrumento privilegiado de control político en un régimen autoritario. Las fiscalías gozan de autonomía simulada y sirven a los intereses políticos del gobernante, en muchos casos sin cuidar las formas. Que los acusados sean encarcelados en automático tras la acusación fortalece al Ministerio Público en detrimento del Poder Judicial. Cuando se sanciona a una persona sin haber sido declarada culpable se atenta contra la presunción de inocencia y, por lo mismo, debiera circunscribirse a los casos en los que llevar el proceso en libertad del inculpado representa un riesgo para la sociedad, los testigos o los jueces. Pero, en México, lo que tendría que ser excepción se ha vuelto la regla.

Ahora bien, si la SCJN termina con la prisión oficiosa no significa que se vaciarán las cárceles de todos aquellos que no han sido sentenciados, pues los jueces, al momento de vincular a proceso, tendrían la facultar de dictar prisión preventiva justificada y, con ella, revisarían cada caso de quienes hoy están presos. Pero el presidente López Obrador no quiere dejarles siquiera ese espacio de decisión, a pesar de que el 90% de las veces que ha sido solicitada esa figura por la fiscalía se le ha concedido. Es innegable la ascendencia del Ejecutivo en el criterio de los juzgadores.

La moda para encarcelar opositores es pretextar riesgo de fuga, no obstante las medidas cautelares que existen para evitarlo como la prisión domiciliaria, el brazalete, la entrega de pasaportes y la firma semanal. Rosario Robles estuvo presa tres años sin sentencia y si salió no fue porque un juez detuviera la arbitrariedad, sino porque la FGR lo solicitó. De buenas a primeras consideraron que un día antes podía fugarse, pero al siguiente ya no. Lo mismo sucede con Jesús Murillo Karam, hoy prisionero por decisión política. La solución de fondo es que el Poder Judicial ejerza realmente su independencia, pero caminamos en sentido contrario.

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