AMLO y la historia

Que a los conquistadores los movía la ambición, cometieron pillajes y abusos, fueron despiadados, subyugaron a los vencidos e impusieron su hegemonía es indudable. Pero así siempre han sido las guerras, en éstas y en otras tierras, antes y después del “encuentro entre dos mundos”.

La historia oficial volvió por sus fueros. Nada para sorprenderse, su uso como ariete ideológico es propio de populistas y las constantes referencias a ella por parte del actual Presidente vienen desde que era opositor. La exaltación nacionalista es instrumento privilegiado de control político y manipulación: proporciona identidad, da origen y propósito, señala enemigos, exalta ánimos y reaviva prejuicios.

Andrés Manuel López Obrador hace de la historia propaganda, elemento de legitimación no sólo política, sino también moral. En su narrativa hay un hilo conductor que viene desde la Conquista hasta nuestros días, una lucha entre buenos y malos, entre quienes se deben al pueblo y quienes lo oprimen. Por supuesto, él se ubica entre los primeros y asegura ser heredero de los próceres, mientras relaciona a sus adversarios con quienes son estigmatizados como villanos.

Se monta en lo que se conocía como La historia de bronce, una pueril versión de estampita que se consolidó con la ideología del nacionalismo revolucionario a mediados del siglo pasado. No hay matices, no hay ambivalencias, no hay claroscuros, no hay contradicciones, no hay enigmas. La narración es simplona y falsaria, aunque didáctica y eficaz. Carece de rigor y visión crítica, deshumaniza a los personajes convirtiéndolos en santos o demonios, pero le sirve para promover la versión épico-mesiánica de su presidencia: el inicio de una etapa de esplendor que será recordada como parteaguas nacional a la altura de la Independencia, la Reforma y la Revolución, aunque tan pretenciosa ocurrencia sea cada día más risible a la luz de los resultados de su gobierno.

La historieta de la Cuarta Transformación comienza con la imagen idílica de la época precolombina y del imperio dominante, establecido por la Triple Alianza, mismo que fue derrotado por la “invasión de España” el 13 de agosto de 1521, aunque esa nación todavía no existía. La inmensa mayoría de los mexicanos somos producto del mestizaje que se inició con esa guerra de conquista que, por cierto, fue llevada a cabo con la participación mayoritaria de otros pueblos indígenas que vieron en la superioridad tecnológica de los europeos la oportunidad para liberarse de sus opresores.

Que a los conquistadores los movía la ambición, cometieron pillajes y abusos, fueron despiadados, subyugaron a los vencidos e impusieron su hegemonía es indudable. Pero así siempre han sido las guerras, en éstas y en otras tierras, antes y después del “encuentro entre dos mundos”, y los indígenas que participaron de la victoria no fueron más misericordiosos con los derrotados. El poder de las armas y la justicia nunca se han llevado bien.

Es verdad que los pueblos originarios siguen sufriendo marginación, pobreza y discriminación. Pero México lleva tres siglos de vida independiente y resulta patético insistir en culpar de las injusticias del presente a lo ocurrido hace cinco siglos como ardid para eludir responsabilidades. Según vemos en el reciente estudio del Coneval, basado en una encuesta del Inegi, la exaltación que hace el presidente López Obrador de los indígenas y sus ancestros es sólo demagogia, pues su situación, lejos de mejorar, está empeorando.

Una pirámide de cartón con luces y proyecciones en el Zócalo para festín de mestizos ideologizados, la condena moral contra los “invasores” y el involuntario humor de comprometerse a que no habrá otra conquista igual, no significa mejorar las condiciones de vida de los pueblos originarios. Show de propaganda para remarcar la narrativa de esa historia adulterada. Eso sí, cultiva el resentimiento y la polarización para tener a su base social en pie de lucha contra adversarios a los que, aunque parezca broma, pasa factura por la sangre derramada en la caída de Tenochtitlan.

Echar sal en heridas abiertas no augura reconciliación. Al contrario, presagia ahondamiento de la división; pero es parte de la estrategia del Presidente para concentrar el poder  y mantenerlo. La historia podría ayudar a reconocernos en raíces comunes que ayuden a superar diferencias y encontrar caminos de inclusión sin necesidad de falsificarla. Pero el pleito le es más rentable… a su facción, no al país.

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