László Krasznahorkai: la belleza al borde del abismo

Por Sergio Martínez Estrada Las frases de László Krasznahorkai pueden ocupar páginas enteras. Son torrentes que avanzan como si el pensamiento se negara a detenerse; cada palabra es un movimiento, una respiración que empuja a la siguiente. Leerlo es entrar a un ...

Por Sergio Martínez Estrada

Las frases de László Krasznahorkai pueden ocupar páginas enteras. Son torrentes que avanzan como si el pensamiento se negara a detenerse; cada palabra es un movimiento, una respiración que empuja a la siguiente. Leerlo es entrar a un plano secuencia narrativo, sin cortes, donde la desesperanza no estalla, sino que se prolonga. Sus historias desnudan la desilusión con la sociedad moderna, la fragilidad de lo comunitario, la cobardía y la estupidez humanas: un mercado de calamidades donde todos participan, aun sin quererlo, en el desmadre social.

Esa sensación la conozco. Me recuerda las calles que rodean el Mercado de La Merced, donde lo degradante y lo bello conviven como si fueran lo mismo. Ahí estaban los que vendían, los que compraban, los que sobrevivían al día. Entre los jitomates aplastados y las voces que gritaban “¡bara, bara, güerita!”, la vida tenía el ritmo del caos. Recuerdo a la pollera que colgaba sus pollos pintados de amarillo, a la mujer que alineaba las cabezas de cerdo sobre una tabla húmeda, y al hombre que ordenaba los jitomates uno por uno, intentando dar sentido al desmadre. Y más allá, en la explanada, estaban los magos que se metían un picahielos por la nariz, los encantadores de serpientes con trajes de rayas negras y blancas, los que hacían malabares entre el humo de los tacos y el eco de los altavoces: un circo callejero sin carpa ni orquesta, una función improvisada entre el desastre y la maravilla. Lo que hacían no era contener la ruina, sino resistirla.

Y pienso en Melancolía de la resistencia. En ese pequeño pueblo húngaro, cubierto de niebla, donde de pronto aparece un camión oxidado con letras pintadas a mano:

“¡ATRACCIÓN! ¡FANTÁSTICA ATRACCIÓN! LA BALLENA GIGANTE MÁS GRANDE DEL MUNDO Y OTRAS SENSACIONES SECRETAS DE LA NATURALEZA.”

El rumor se esparce antes de que el vehículo se detenga. Los niños corren, los hombres dejan el bar, las mujeres miran desde las ventanas. Nadie sabe quién lo trajo, pero todos sienten que algo —aunque no sepan qué— está por ocurrir. El circo no trae alegría, sino un presentimiento de catástrofe. La ballena, muerta y monumental, se convierte en el nuevo centro de gravedad del pueblo: un cadáver exhibido como promesa de sentido.

La señora Pflaum, con sus pérdidas a cuestas —dos matrimonios rotos, un marido que la abandonó por una joven maestra y otro que murió antes de que ella pudiera acostumbrarse a su presencia—, había hecho de la repetición su salvavidas. Vivía entre flores artificiales y cortinas recién planchadas, convencida de que el orden doméstico podía contener el caos exterior. No era una mujer infeliz, pero sí una que había renunciado hace mucho a cualquier idea de movilidad. Su rutina era su clase social, su seguridad, su trinchera. Mientras los demás del pueblo se agolpaban frente al tráiler del circo, ella se refugiaba en su despensa, en ese inventario de conservas, jamones y encurtidos que la protegía del mundo y que, al mismo tiempo, la encerraba en él.

El circo, con su ballena disecada y su aire de farsa cósmica, simboliza esa ilusión de escape que nunca llega a cumplirse: la promesa de una “otra vida” que solo existe como espectáculo. Nadie asciende, nadie cambia. La sociedad que muestra Krasznahorkai está condenada a mirar desde fuera, fascinada e impotente, el desfile de la ruina. La señora Pflaum, incluso cuando intenta dormir o tomar compota antes de acostarse, no escapa del peso invisible de esa inmovilidad: todo en ella —sus hábitos, sus miedos, su propio cuerpo cansado— es una forma de obediencia ante el orden que la excluye.

Su gesto —acomodar, limpiar, colgar— es tan inútil como necesario: el intento de poner flores donde solo hay miedo. Así, la ballena del circo no es solo un cadáver monumental, sino la metáfora perfecta del sistema social que flota, inmóvil, entre la podredumbre y la fascinación. Una civilización que ha hecho de su incapacidad de moverse su más estable identidad.

En esa obsesión cotidiana está el pulso del autor: mujeres que ordenan lo inservible, hombres que esperan un milagro o el fin del mundo, pueblos que confunden la fe con el hábito. La señora Pflaum, Irimiás y Petrina en Sátántangó, o el barón Béla Wenckheim en su regreso sin gloria, son rostros distintos de una misma derrota. Krasznahorkai escribe sobre la imposibilidad de salvarse, sobre el derrumbe de los sistemas morales y el eco de la esperanza convertida en rutina.

Su prosa, deliberadamente infinita, desarma cualquier intento de leerlo con prisa. Hay párrafos que se extienden como letanías y, sin embargo, no hay solemnidad en ellos: hay una lucidez incómoda, una ironía que roza lo absurdo. En Sátántangó, el barro es el personaje principal; en Guerra y guerra, el manuscrito que un hombre trata de salvar se vuelve más real que el mundo. Y en El barón Wenckheim vuelve a casa, la espera del salvador termina en decepción: el héroe no quiere salvar a nadie, y el pueblo, ansioso por creer, se hunde en su propio ridículo.

Krasznahorkai edifica una literatura sin respiro. Sus libros no se leen, se habitan: uno entra en ellos y el aire se espesa. En Al norte la montaña, al sur el lago, al oeste el camino, al este el río, un monje sin nombre camina hacia un templo que ya está dentro de él. El viaje no lleva a ninguna revelación, solo a la certeza de que nada fuera de uno mismo puede ofrecer orden. Sus personajes, como los vendedores de La Merced, siguen acomodando lo poco que queda: limpiar, caminar, esperar, beber y chelear —ese sorbo de realidad que aún sostiene la jornada—. Esa obstinación —mínima, inútil, casi necesaria— es su forma de resistencia.

Descubrí a Krasznahorkai tarde, como una consecuencia natural de la fascinación que me produjo la literatura de Europa Oriental, iniciada con La mano de la buena fortuna de Goran Petrović. Esa zona del mapa literario —Hungría, Serbia, Rumania— tiene una melancolía distinta, un sentido del humor seco y una fe en la palabra que sobrevive al derrumbe de las ideologías. Ahí, la literatura no consuela: muestra. Y lo que muestra, en el caso de Krasznahorkai, es el lento desmoronamiento de la civilización moderna narrado con la precisión de un cronista y la mirada de un escéptico.

En su universo no hay héroes ni redentores, solo hombres y mujeres intentando no desaparecer entre la mugre y la rutina. Como en el mercado, donde la belleza y la podredumbre se mezclan sin conflicto. Ahí, entre pollos, cabezas de cerdo y jitomates ordenados, la vida continúa su pequeño milagro de repetición. Krasznahorkai lo sabe: la resistencia no es épica, es melancólica. Consiste en seguir haciendo lo mismo, aunque todo se caiga alrededor.

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