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Día del Maestro: política y símbolo

Carlos Ornelas

Carlos Ornelas

Aunque comienza el 30 de abril con el Día del Niño, mayo es un mes de festejos y alegorías que se filtran en la sociedad, forman parte de lo que en política educativa —de acuerdo con corrientes neoinstitucionalistas— forjan patrones morales, guiones cognoscitivos y contextos simbólicos.

No en todos, pero sí en ciertos segmentos sociales —y con peso en la tradición católica de México—, festejan a los albañiles, el día 3. El 5 de mayo sirve para glorificar el nacionalismo y el 10 de mayo inunda la plaza pública, llena restaurantes y todo México se exalta ante el símbolo materno.

Quizá la parábola del Día del Maestro sea el segundo emblema más apreciado en México. Tal vez a ningún otro profesional, tanto el gobierno como la sociedad, hayan colmado de tanto decoro y símbolos a su trabajo.

A partir de la fundación de la Secretaría de Educación Pública se levantó un discurso donde el maestro era un ser de alto valor moral, el instrumento del Estado para unificar a la nación por la vía de la escolaridad, no de la lucha armada.

No era un simple docente; era un misionero. Un ser virtuoso, lleno de generosidad hacia el prójimo y estandarte de la civilización (Vasconcelos dixit). Acaso no fuera un profesional con las capacidades de otros, como médicos, abogados o ingenieros, pero transmitía su conocimiento a las nuevas generaciones y cumplía su misión patriótica.

Durante la época de la educación socialista la narrativa dio un giro. El maestro ya no era el misionero laico que imaginó Vasconcelos; era —o debería ser— un organizador social, un agitador para educar a las masas y acabar con la explotación y el capitalismo. El código moral se maridó con un guion cognoscitivo importado de la Unión Soviética; se sintetizó en el “conocimiento exacto del universo y de la vida social”.

Pero la retórica de la lucha de clases llegó a su fin en la Segunda Guerra Mundial. Era el tiempo de la unidad nacional y en la facundia gubernamental —y según muchos testimonios— compartido por la sociedad, el maestro fue un apóstol.

El pilar de su ética laboral era la abnegación, un valor que el gobierno impulsó con el pendón de que el currículo debería orientarse a desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano. Sin embargo, el magisterio se reveló; no quería ser apóstol ni abnegado, sino trabajador de la educación.

El gobierno de Peña Nieto lanzó la consigna de que el maestro debería ser un profesional, con autonomía, independencia de criterio y capacidades cognoscitivas y pedagógicas superiores. El mérito era la base de una ética de profesionalismo.

Segmentos del magisterio nacional y las facciones del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación objetaron esa iniciativa; quizá el gobierno no suministró con eficacia el discurso edificante ni la moral que el nuevo modelo educativo proponía.

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador enterró la reforma del gobierno anterior; concedió lo que firmó con las facciones del SNTE (la que comanda —todavía— Elba Esther Gordillo y la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación), pero no levanta un concepto edificante sobre el maestro.

Si bien en el artículo 3 quedó plasmado que las “maestras y los maestros son agentes fundamentales del proceso educativo y, por tanto, se reconoce su contribución a la transformación social” y en las mañaneras el Presidente celebra a los maestros, no parece que lo haga en tono edificante.

 

Predomina su retórica vindicativa, culpa al pasado neoliberal de los males y habla bien del normalismo, pero no enhebra un mensaje con un patrón moral preciso ni trama cognoscitiva. No identifico un símbolo de la 4T que enaltezca a la figura del maestro, más allá de haber puesto a las maestras en el primer lugar en documentos y normas

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