Una simple moneda

Se ha erosionado la importancia del ser humano y su dignidad se ha convertido en una simple moneda de cambio.

Cerramos este año con la intensidad que nos regala un mundo delirante en el que el absurdo se convierte en eje de toda conversación. Quizá sea cada vez más difícil percatarnos que, en lo cotidiano –entre el café, el transporte, en el intercambio casual de observaciones–, mantenernos alejados del reduccionismo se ha convertido en una tarea casi quirúrgica, un reto del que no siempre se sale bien librado pues todo apunta a que es imperante colocarse en medio de la tormenta del fanatismo y de lo irracional.

Terreno fértil de disputas simplistas en el que los argumentos se construyen con base en arrebatos casi religiosos, la posibilidad de un diálogo en el que se coloquen en el eje los intereses de la sociedad, del país, parece cada vez más lejano. Y pocas cosas resultan tan peligrosas como el observar que, para mantener el poder y el statu quo al que se llega con toda la disciplina que exige el sistema de partidos, la cortesilla política en turno es capaz de pagar el costo que sea necesario: la fragmentación de la vida democrática para hacer efectiva la concentración de poder, sostener el imperio de la mentira, brindar los apagadores en el teatro de sombras al mundo militar, cubrir todo rastro de evidencia con la opacidad que suele ser la mejor aliada para sus fines personales, el uso constante de un discurso y su narrativa en el que sólo obtiene buen recaudo el insulto y la descalificación per se.

Y, sin embargo, no es algo que se haya sembrado en los últimos siete años, pues basta con observar la historia de nuestro país para comprender que sólo estamos frente a quienes fueron los mejores aprendices y ahora son maestros en el manejo de la pólvora que se concentró durante las últimas décadas. Y, en cuestión de un chasquido, nos encontramos en medio de una tormenta de fanatismo que puede envolvernos con mucha facilidad porque también se ha perdido, se ha erosionado la importancia del ser humano y su dignidad se ha convertido en una simple moneda de cambio. Abundan las noticias y las referencias que hacen cada vez más patente que en la ecuación de la realidad, la muerte y la violencia, la injusticia, la falta de servicios básicos –como en el área de la salud pública, por supuesto–, las hemos colocado en algo que sucede “siempre”, que ya casi es normal. Vaya peligro que esto implica para nuestro futuro como sociedad.

Todo inicia por la palabra, por el lenguaje, se ha insistido en reiteradas ocasiones. En ese sentido, así como este gobierno ha sido campeón de escurrir la dimensión de sus responsabilidades con la creación de eufemismos –llenos de ironía y humor involuntario–, también nos encontramos con la reducción del diálogo a las etiquetas más absurdas que alimentan esa percepción de quien enarbola más la bandera del fanatismo que un argumento que desentrañe la realidad al costo que sea. No es extraño que tirios y troyanos sean capaces de justificar y defender las acciones de un delincuente por el simple hecho de encontrarse en el mismo “equipo” de camaradas, no sea que esto pueda restar a la popularidad –sea lo que esto signifique, por cierto–.

Y, en la base de esas construcciones de papel o de rancios monumentos, se encuentra la dignidad del ser humano que no deja de ser una moneda de cambio de uso cada vez mayor. Es muy frecuente que las palabras deban resistir los embates políticos en boga que se apropian de cada una de sus letras, de su significado, de su sentido. ¿Quién no recordaría que, por ejemplo, solidaridad y esperanza han sido las fichas de propagandas políticas de pésima memoria? Hoy, más allá de sus letras, la dignidad cada vez se encuentra cada vez más lejos de ser considerado como un pilar de nuestra sociedad. Y no es extraño que detrás de esta erosión del sentido humano se encuentren personajes que saben y entienden que alimentando la polarización, normalizando la desgracia y el absurdo bajo una bandera política, de fanatismo e irracionalidad, la riqueza de sus jardines florecerá en medio de una vorágine que nos consume con toda normalidad. Y, que no se olvide, si las palabras allí permanecen sin importar las banderas y las consignas de mitin trasnochado, la dignidad seguirá siendo la medida de lo profundamente humano, esa búsqueda por entendernos como una sociedad que hace valer sus derechos y, por supuesto, también ser la medida de la podredumbre política que la observa como una de sus treinta monedas.

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Estimada lectora, estimado lector: deseo que tus celebraciones sean un momento de encuentro, de paz y diálogo, de renovadas y, por qué no, nuevas esperanzas. Un abrazo navideño para ti.

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